ViñasEsbozoGermania/Cuaderno04/Cap25
Capítulo 25º. Sobre los enérgicos esfuerzos de Germania y Polonia por la Orden de las Escuelas Pías, y cuál fue su recompensa.
Quien considere atentamente los cambios del género humano a lo largo del tiempo, en la diversidad de los pueblos, y las explicaciones y razonamientos para comprenderlos, tenga en cuenta aquellas palabras que S. Gregorio Magno dijo que se cumplen siempre de manera infalible: “Se caen las casas, se hunden los palacios, son destruidas las ciudades y son desarraigados los cimientos de las torres, pero la Palabra de Dios permanece para siempre”. Si se aplican a crímenes nefandos que ocurren en la sociedad humana a causa de la concupiscencia, a las maquinaciones, envidias, ambiciones y odios con los que el hombre, en todo tiempo, en todo lugar, atacó al hombre, se puede aplicar de manera segura, a veces dejando pasar más tiempo, pero siempre de manera cierta, lo que dice la sabiduría: “La justicia guarda al justo en su camino, mas la maldad arruina al pecador” (Pr 13, 6); “La justicia de Dios permanece por siempre” (Sal 111, 3).
Los santos aprendieron por propia experiencia esta verdad acerca de la palabra de Dios y la justicia; aunque algunos murieron sufriendo la injusticia y el rechazo, conocieron primero el supremo juicio de Dios, y luego el triunfo consiguiente de la historia. ¿Quién no sabe que Calasanz se encuentra entre estos santos? La Orden que había fundado José por inspiración de Dios y con la protección de la Madre de Dios, fuente saludable de ciencia y piedad para los niños, había caído por tierra, casi como un árbol derribado por un rayo. El mismo fundador, destituido de su cargo, marcado con una nota descalificadora, fue recibido por el abrazo de la muerte. Pero ya la olla de la venganza, calentada antes y después de la muerte de José, anuncia que se acerca el justo juicio de Dios, y que se prepara la gloria y el honor para el Siervo fiel y para su obra.
Vimos el fin miserable de Mario Sozzi, hijo ingrato, cuyo “cuerpo, consumiéndose día a día por una miserable enfermedad, ofrecía un espectáculo tan deforme y triste, y olía tan mal, que hacía mirar hacia otro lado y revolvía el estómago de los valientes amigos suyos. Los cuales (sufrimientos y olores) ni siquiera por un breve tiempo podían eliminar las medicinas que imploraba le trajeran” (P. Bonada).
El visitador de la Orden, P. Silvestre Pietrasanta “al terminar el año después que la Orden había sido reducida, empezó a sufrir mucho de cálculos, por lo que, agobiado por el dolor, decidió que se le hiciera una peligrosa operación. La operación salió bien, pero como el dolor no remitía, dos días después decidió tomar alguna medicina que le hiciera dormir. Así que el 5 de mayo del año 1647, se entregó al sueño por la noche usando opio, y al encargado de la enfermería le pidió que nadie entrara en su cuarto. El cual a la mañana siguiente, no sabiendo nada de ello, se lo encontró muerto” (P. Bonada).
“Aquel Esteban que había sido tan acerbo enemigo del Padre, obtuvo permiso para volver al Colegio Nazareno, a Roma, de donde se había alejado con infamia, mirando con ojos hostiles, como si esperase ver la ruina de su Orden, cayó gravemente enfermo, a lo que siguió la más terrible lepra, con mucha fiebre. Y, con el favor de Dios, aunque tenía la misma enfermedad que Mario, al final el resultado fue muy diverso… José visitó al enfermo, el cual al verlo se puso a llorar, y exclamó delante de todos: ‘Perdóneme, padre, perdóneme, le ruego, pues le he hecho mucho daño…’ Pero mientras este hablaba, el padre se acercó rápidamente y le interrumpió con un beso y un abrazo, diciéndole que ese día traería para él muchos y grandes motivos de alegría” (P. Bonada).
“En breve tiempo se apagó también aquel hombre que había ocupado un puesto elevado junto al Papa, y que había dicho y hecho muchas cosas perversas contra Calasanz. Hablamos del Cardenal Panziroli. Pue atacado de un agudísimo dolor de podagra, y tenía la lengua tan deforme que cuando vio que no había manera de volverla a poner en su sitio la mandó cortar, para que no causara horror a los que viniera a ver su cadáver” (P. Bonada).
Y tampoco escapó al juicio de Dios aquella mujer, Olimpia Maldachini Panfili, cuya lengua atacada por un cáncer exhalaba tal hedor en el lecho de muerte que hacía retroceder a todos, y que falleció en San Martín en la ciudad de Viterbo.
Por el contrario, la muerte de José fue preciosa ante los ojos de Dios, y gloriosa ante los ojos de los hombres. “Se le ofreció la celeste contemplación de la Reina de los ángeles, y con ellos vio a todos sus hijos que habían fallecido, más de doscientos cincuenta, y estaban todos, menos uno…”… “Por lo demás sabemos que tuvo otras visiones celestes a menudo, por los que vigilaban su habitación y que no habían cerrado del todo la puerta, y estaban admirados por los rayos de luz divina que llenaban toda su habitación”… Después de recibir el viático y la unción, “el padre óptimo, sin ninguna conmoción, bien compuesto, con los sentidos despiertos, tranquilo y plácido volvió su mirada hacia los suyos y los bendijo elevando la mano derecha, y después, mirando al cielo tras besar el crucifijo, exhaló el espíritu, mientras repetía tres veces: ‘Jesús, Jesús, Jesús’.” (P. Bonada).
He dicho que su muerte fue gloriosa a los ojos de los hombres. “Los de más edad, que habían visto los funerales de S. Felipe Neri cincuenta y tres años antes, celebrados con gran solemnidad en la ciudad, confesaban sencillamente que no se podían comparar con los honores rendidos al nuestro. El hermano del Cardenal Justiniani, que se llamaba Julián, y que era hijo de San Flipe Neri, esforzado imitador suyo, famoso y muy religioso en su tiempo, así habló y felicitó a los nuestros: “Ha acudido mucha más gente al funeral de vuestro padre que al del nuestro; y Dios ha realizado más milagros en las exequias de José que en las de S. Felipe Neri”. (P. Bonada).
¿Y qué sentían los hijos privados de tal padre? Cuando se calmó de repente la tempestad, y se calmaron los océanos de pasiones, y acabaron de caer las lluvias de la envidia, y se arrancó de nuestra orden el relámpago de la muerte, vimos con el P. Bonada “los rostros desfigurados de todos los nuestros, los ojos exangües, los labios temblorosos, las bocas y los rostros, como si estuvieran desfigurado a causa de la muerte”, vimos a los hijos de José, los cuales, estando enfermo el Padre, sufrían un gran dolor. ¡Sufrían por el desmantelamiento de la Orden!
Y he aquí que “tan pronto como él falleció, de pronto se vieron invadidos de gozo, y tres de ellos han atestiguado en nombre de los demás que inmediatamente después de la muerte del padre no se oyó ningún lamento, sino que todos se abrazaron entre sí, y en todos se notaba una íntima felicidad, en la boca, en los ojos, en las voces, como si no echasen de menos a aquel que amaban de manera única, sino que se alegrases de que había alcanzado la vida inmortal” (P. Bonada).
Los hijos del héroe invicto estaban presagiando en el momento de la muerte para las Escuelas Pías la gloria enorme, el gran honor, el nombre eterno que vendría en un futuro feliz, con la protección de Virgen. Los hijos no fueron indignos del padre, pues probados por las desgracias, fortísimos en las luchas, más fuertes que las circunstancias adversas, quisieron que las Escuelas Pías fueran reintegradas al estado de Orden religiosa, con todos los privilegios concedidos antes, y al final lograron sus propósitos. Justo es aplaudirles, pues entre furiosos movimientos de las ciudades y terribles tormentas de la guerra fueron grandes su constancia de ánimo y generosidad para conservar la herencia recibida de los mayores, hasta enrojecer con su sangre los torturados umbrales de las escuelas.
Se diría que aquella alegría de los hijos a causa de su fe en la resurrección de la Orden era el premio justo a la paciencia realmente admirable con la que nuestro Santo Padre toleró tantas adversidades.
Por lo demás los hijos veían con una conmoción interior cómo aquellos que habían tomado parte en la deposición del Padre General y en la reducción de la Orden eran sacudidos por la divina venganza contra los adversarios de las Escuelas Pías, que se había mostrado recientemente. Por lo demás, no pocos de los adversarios causantes de las tribulaciones y humillaciones de José, después que exhalara el alma y ver lo que ocurría, exclamaron “en verdad este era un siervo de Dios”. Pero hay otros (pues los hay que viven para que los buenos sean atormentados por ellos) que continuaron con el ceño fruncido amenazando durante siglos con eliminar al Siervo de Dios, sus hijos y su Obra.
En cuanto a la búsqueda entre los hombres que la providente mente de Dios llevó a cabo para hacerse cargo de la administración de la comunidad, alegrando el ánimo de los hermanos de las Escuelas Pías, se ve al guía que eligieron unánimemente los hermanos, destacado por que mostraba una perfecta, ingenua y filial referencia, que estaba lleno del espíritu y formado a la maanera del piadoso fundador y resplandecía ante los ojos de todos; un hombre, diré, “a quien José solía confiar algunos asuntos de importancia a causa de su prudencia, que era también árbitro de su conciencia, entre cuyos brazos devolvió su alma al Creador”. Este hombre, Juan García de Jesús María, rector de la casa primera de San Pantaleo de la ciudad, fue el centro en quien todos los superiores de las provincias y las casas, todos los profesos que le apreciaban fielmente depositaron su esforzada confianza, de quien parece que la Sabiduría dijo las mismas palabras que se refieren al Señor: “Así, pues, mientras a nuestros enemigos largamente los flagelas, a nosotros nos corriges para que, al juzgar, tengamos en cuenta tu bondad y, al ser juzgados, esperemos tu misericordia” (Sb 12, 22).
Me es muy grato contar algo de la vida de este hombre ejemplar.
Juan de Jesús María nació en el pueblo de Soto, cerca de Segovia, de los nobles padres Fructuoso García y Juana González. Formado en las letras y esforzado en las costumbres cristianas, vino a Roma, y fue uno de los primeros compañeros y colaboradores de nuestro Santo Fundador, a quien se unió en el año 1610. Ordenado sacerdote, recibió una canonjía en una iglesia de Segovia, pero renunciando a este beneficio tomó nuestro hábito religioso en 1632, el 12 de enero de cuyo año Urbano VIII mediante el breve Inscrutabili lo nombró asistente general, junto con los padres Pedro Casani, Francisco Castelli y Santiago Graziani, en el cual se nombraba al fundador José superior general vitalicio. Durante treinta y ocho años nuestro Juan mereció ser amado intensamente por nuestro Santo Padre, porque brillaba en las virtudes que adornan al religioso. Principalmente se esforzaba en la humildad, la caridad, la paciencia y la oración. Era muy tenaz en el silencio; hablaba muy poco, y si le preguntaban se despachaba con pocas palabras. Era ardiente en el amor a Dios y al prójimo, infatigable en la escucha de confesiones, y no solamente de gente de la plebe, sino también de prelados y de señoras princesas, entre las cuales se encontraba Olimpia Pánfili, en los primeros años de Inocencio X, cuya cuñada era. Una vez fallecido este, el P. García con sus ruegos logró que Alejandro VII restableciera las Escuelas Pías como Congregación con tres votos simples, con el juramento de permanecer para siempre en dicha congregación (Const. Dudum felicis, 24 de enero de 1656), y fue nombrado segundo Prepósito General tras el Santo Padre por el mismo pontífice (Const. Ex Romani Pontificis providentia, 4 de abril de 1656), teniendo como asistentes los PP. Francisco Castelli, José Fedeli, Juan Esteban Spínola y Camilo Scassellati. Siguiendo los pasos del santo fundador, observó e hizo observar la disciplina regular que había recibido de él, con todo esfuerzo, en medio de las ruinas deplorables y vicisitudes de la Orden. Cerca del final de su mandato terminó su vida, el 16 de febrero de 1659, a los 78 años de edad. Su cuerpo reposa en la iglesia de San Pantaleo. (PP. Nicht y Talenti).
Siguiendo el ejemplo del guía Juan García, al cual conocían bien los superiores de las casas escolapias en Germania y Polonia, la fortaleza de nuestros hermanos estaba en el silencio y la esperanza. La esperanza y el silencio prepararon a los hermanos en aquellas tierras, que superaron unánimes y con esfuerzo imperturbable los crueles cambios de las cosas y de los hombres, padres de unos hijos que, teniendo que terminar una tarea, con paciencia, acostumbrados a la lucha por la expansión y confirmación de la fe, estaban dispuestos a verter su sangre.
En silencio y en fe, digo, en las cuales se manifestó plenamente a los siervos de Dios lo que debía hacerse según la voluntad de Dios. Puesto que el cielo aborrece la inacción, con todo celo, rogaban humildes y fervientes a los próceres para que presentaran instancias a los príncipes de la Iglesia, depositando sinceramente su confianza en ellos, con inquebrantable ejemplaridad, y con oraciones continuamente dirigidas a Dios, por lo que de Germania y Polonia llegaban frecuentemente recomendaciones a Roma a favor de la conservación y restauración de las Escuelas Pías, para que se considerara la cosa con una mente clemente y justa, y que resultarían eficaces.
No faltó ocasión para hacer este esfuerzo a menudo. Tan pronto como falleció Inocencio y quedó la sede vacante, el rey Juan Casimiro de Polonia envió cartas a los cardenales Virginio Orsini y Marcelo de Santa Cruz, el 30 de marzo, pidiendo la restauración de nuestra Orden a su estado primitivo. Y cuando el 7 de abril fue elegido Papa Fabio Chigi, con el nombre de Alejandro VII, nuestros padres fueron a felicitarle y le rogaron que se acordara benignamente de la Orden ahora reducida hacia la cual siempre había mostrado afecto. Lo cual rogaron también el citado rey y la reina Luisa Renata en una carta al Pontífice desde Varsovia el 20 de mayo de 1655.