CaputiNoticias04/PARTE SEXTA III PARTE 4ª III

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PARTE SEXTA III [PARTE 4ª III]

J.M.J.

Al Muy Revdo. Padre y Patrón, el P. Egidio de San José, Descalzo de santa Teresa.

El P. Juan Carlos [Caputi] de Santa bárbara, de las Escuelas Pías.

Le escribo por la gran y particular suerte que he tenido de que usted, Muy Reverendo Padre, por Cortesía innata suya, se haya dignado secundar mi deseo de escribir la Vida del Venerable Padre José de la Madre de Dios, Fundador y General de la Orden de los Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías. Porque sé que su inteligencia, un Jardín de Paraíso, no puede producir sino flores inmortales.

Verdaderamente, para hacer germinar las acciones y santidad de vida de tan gran siervo de Dios, sólo requería el terreno que conserva en sus entrañas, una vena inexhausta de áurea Elocuencia.

Asó que, feliz y muy afortunado encuentro, por el que doy infinitas gracias a Dios Todopoderoso, porque no sé si habría podido encontrar, según pienso, a otro personaje más digno que este P. Egidio, tan a propósito para terminar lo que comenzaron aquellos dos Grandes Siervos de Dios, quiero decir, el P. Domingo de la Madre de Dios[Notas 1], y el P. Juan [de San Pedro y Ustarroz] de Jesús María, carmelitas descalzos, que, en medio de todas sus turbulencias, tanto ayudaron a nuestro Venerable Padre Fundador en el comienzo de su Instituto, e incesantemente colaboraron con sus santos consejos y oraciones, lo que sería tema muy largo si yo quisiera describirlo ahora. A pesar de todo, me lo reservo para otra ocasión.

Mientras tanto, suplico Su Muy Reverenda Paternidad agradezca, con la misma cortesía con que se ha servido honrarme otras veces, estos pocos folios, en los que se encuentran las persecuciones que tuvo en su muerte el Venerable Padre, y los incidentes que ocurrieron aquel mismo día en que su cadáver permanecía expuesto en la Iglesia. Y con esta misma ocasión, pido al Señor para usted la deseada salud, le reverencio con toda humildad, y le beso devotamente las manos.

Desde Casa, hoy,…(falta la fecha).

[ACONTECIMIENTOS EN LA MUERTE DEL P. FUNDADOR, Y SUCESOS A LOS 30 DÍAS]

La envidia y la pasión que anida dentro del corazón del hombre, por no haber digerido ni sometido su malicia a la razón, le saca fuera de sí, sin tener en cuenta lo que pueda suceder después; porque, de manera artera y fantasiosa, apasionado por su malicia. Igual que hace la zorra, cuando camina sobre la arena, que, para no dejar al cazador huellas de sus pisadas, arrastra la cola y las borra, y huye a su madriguera para salvarse, así vamos a ver a un perseguidor que, por permisión Divina, quedó vivo después de la muerte del Venerable P. José de la Madre de Dios, Fundador de las escuelas Pías, para poder conocer mejor su santidad, bien conocida por la Congregación de Sagrados Ritos, donde está introducida la Causa de su Beatificación.

Tres días antes de su feliz tránsito, llegó a la Iglesia de San Pantaleón de Roma la Sra. Victoria Gracchi Piantanidi, mujer del Sr. Félix Piantanidi, Notario de las Cárceles de Tor di Nona, antiguo devoto del V. P. José de la Madre de Dios, igual que su mujer, y toda su Casa, llevando a su hijo, llamado Francisco Antonio, de unos tres años de edad, que caminaba con el pie derecho torcido, esto es, posaba el pie en tierra con la parte superior del pie, y la planta quedaba descubierta por la otra parte. Cuando Victoria llegó a la Iglesia, se encontró con el P. José [Fedele] de la Visitación, hoy General, que estaba en el Confesionario, y le pidió que le hiciera la Caridad de llevar al niño al P. General, para que le tocara el pie, que tenía fe de que sanaría.

Cogió el P. José al niño en brazos, y lo subió arriba. Encontró en el Oratorio al P. Juan Carlos [Caputi] de Santa Bárbara, que hacía la guardia al P. General, para que nadie le molestara, porque estaba descansando.

El Padre José preguntó qué hacía el Padre, y le respondió que estaba reposando, porque no había dormido la noche anterior, y no estaba bien molestarlo.

Oyó el P. Fundador esta conversación, llamó al P. Juan Carlos, y le dijo que dejara entrar al P. José, que aún no había cogido el sueño.

Entró el P. José y le presentó aquel niño, diciéndole que era hijo del Sr. Félix Piantanidi, que tenía mal el pie, y la Madre lo había traído, “para que Su Paternidad le haga la señal de la cruz”.

Le respondió lo haría con gustoso. El P. Juan Carlos puso sobre la cama la Tabla donde suelen comer los enfermos, y el P. José sentó al niño sobre ella. El P. Fundador posó la mano sobre el pie del niño, y, sin decir más que la oración “pro Infirmo”, le dio la bendición; el P. José hizo que le besara la mano, lo cogió en brazos, y lo llevó a la Iglesia, a la Madre.

Al posarlo en tierra, se vio enseguida que pisaba de forma natural, y caminaba ya perfectamente, sin dificultad alguna.

La voz de este hecho se corrió por la Casa de san Pantaleón, y trastornó el estómago de quien lo tenía lleno de malos humores, que, disimulando, estaba quizá esperando mejor ocasión para vomitar su veneno.

De éste y otros casos fue examinada Victoria Gracchi por Monseñor Secretario, Patricio Donati, de feliz memoria, Comisario delegado del Cardenal Marzio Ginetti, Vicario General del Papa, en el proceso hecho “Auctoritate ordinaria”, para la Beatificación, el año 1650.

Al expirar el alma del P. José en olor de santidad, como muchos han escrito, y yo lo vi allí presente, se propuso que se tocara el Avemaría de Muertos, como se suele hacer. Alguno respondió que estaba malo el Duque de Bracciano, vecino nuestro, y le molestaríamos. A pesar de todo, se tocó, pero con pocas señales de hacerlo a muerto. Nadie intuía el misterio de por qué aquél no quería que se tocara la campana. Esto fue al amanecer del día 25 de agosto de 1648, a las cinco y media.

El día 26 de agosto, los Padres determinaros que, a las 12 horas, se llevara el cadáver procesionalmente a la Iglesia, y a medio día se comenzara a tocar a muerto. Pero muy de mañana vino un palafrenero del Duque de Bacciano, de parte de la Duquesa, al P. Castilla, para que le hiciera el favor de no tocar las campanas, porque el Duque estaba gravemente enfermo, y le molestarían mucho.

Algunos Padres se molestaron, diciendo que había muerto nuestro Padre, y así no se iba a saber. Hubo uno que, mientras se bajaba el Cuerpo a la Iglesia, fue a tocar; pero, después de unos pocos repiques, fue aquél otro adonde el P. Castilla, para que no tocara, porque molestaba al Duque.

Cuando ya estaba el Cuerpo del P. José en la Iglesia, el P. Castilla, Superior, ordenó al P. Vicente [Berro] de la Concepción y al P. Juan Carlos [Caputi] de Santa Bárbara que se cuidaran del Cuerpo, y no se fueran antes de que se terminara el canto del Oficio y la Misa por nuestro Padre difunto, que luego enviaría a otros dos. En aquel Momento entró en la iglesia una Dama, llamada Catalina d´Alessandro, viuda romana, que vivía en la Plaza Sciarra; se arrodilló ante el Catafalco, se descubrió un brazo y comenzó a tocar varias veces los pies del Difunto con grandísima devoción. El P. Vicente le preguntó por qué tocaba con el brazo los pies del Padre. Ella respondió que lo tenía enfermo, y tenía fe firme, y esperanza, de que el Padre le curaría el brazo como estaba antes; y en un instante comenzó a moverlo como si nunca hubiera tenido ningún mal. Al poco tiempo, salió por la puerta pequeña de la Iglesia, que da a la Plaza de los Sres. Massimi, y comenzó a gritar por toda la calle, hasta que llegó a su casa: -“¡Milagros! ¡Milagros! En la Iglesia de San Pantaleón ha muerto el P. José y hace milagros”. Y contaba la gracia que había recibido de él.

El primero que entró en la Iglesia, atraído por esta voz, fue Monseñor Scannarola, Arcipreste de San Pedro y muy amigo del P. José, que se arrodilló delante del Catafalco, e hizo un rato de oración. Fue inmensa la multitud y la congestión de gente que se puso alrededor del catafalco. Unos le besaban los pies, otros las manos, y costó mucho que salieran fuera, pues cada vez iba creciendo más el gentío.

Cuando estaba sucediendo el caso del brazo de la Sra. Catalina, llegó otra Dama, llamada Antonia Probbi, que llevaba consigo a su hijo, llamado Francisco, hijo de Pedro Suficone, panadero en Santa María in Vía. El hijo padecía de epilepsia infantil en la mano izquierda, que le inutilizaba todo el brazo. El P. Vicente le mandó hacer la señal de la Cruz, y después le dijo que dijera devotamente el Padrenuestro y un Avemaría; que tocara con dicho brazo los pies y las manos del P. José, y en un instante comenzó amover el brazo, y se le curó la mano. Estos dos salieron por la puerta grande de la Iglesia, que da a tres calles principales de la Ciudad, y también ellos comenzaron a gritar que en San Pantaleón había muerto un Padre que hacía milagros, y aquel niño había sanado por su intercesión. Todo el mundo corría a verlo y a besarle las manos y los pies. Era tanta la multitud de toda clase de gente, que hacía un ruido que no se podía aguantar, tanto más, cuanto que hubo uno que le cortó un trozo de la camisa, y con su ejemplo le cortaron buena parte del vestido, por lo que fue necesario ponerle como una faldilla de paño negro debajo de la planeta, y otra camisa encima. Le arrancaban hasta los pelos de la barba; incluso uno intentó arrancarle un dedo del pie. Así que, para que no hubiera más ruido, llamaron a algunos alumnos Corsos, que tranquilizaran a todo el gentío que entraba por las dos puertas.

Se veía Prelados, Obispos, Príncipes y Caballeros, empujados por la ola de gente, que tenían mucha dificultad para entrar en la sacristía y salir por la puerta mayor de la Casa, porque no se podía contener a la gente ordinaria.

Mientras estaban en esta difícil situación, llegó un Gentilhombre, Bienhechor nuestro, que nos hacía la Caridad con dinero al Limosnero. Se llamaba H. Tomás [Canichi] de San Francisco, que aún vive. Nos dijo que, encontrándose muy de mañana donde Monseñor Rinaldi, Vicegerente del Papa, le habían dado un Memorial anónimo, cuyo autor se desconocía, y que el Vicegerente se extrañó de ello, y dijo estas palabras: -“¡Dios mío! Qué va a ser de este Pobre Padre; lo han perseguido vivo, y aun ahora, que ha muerto, también lo persiguen”. Dejó el Memorial sobre la mesita, y entró a dar audiencia a un Prelado. Luego, por curiosidad leyó aquel memorial, en que se decía que había muerto el P. José de la Madre de Dios, Fundador de las Escuelas Pías, y sus Padres afirmaban que hacía milagros; que los condenara bajo pena de excomunión, y le dieran sepultura enseguida. Y terminó diciendo que sería bueno investigar a ver quién había hecho aquella mala faena.

El H. Tomás, Limosnero, fue enseguida a buscar al P. Juan Carlos y le contó lo que le había dicho el Gentilhombre. El P. Juan Carlos no prestó atención por entonces, por las dificultades del gentío; tanto más cuanto que Monseñor Oreggio había dicho que intentara a toda costa escribir todo lo que iba sucediendo, para que no se perdiera la memoria de los Milagros y gracias que el señor obraba por intercesión del P. José; tantas, que toda Roma estaba llena de los Milagros que hacía; que, como Sacristán Mayor que era, le correspondía a él dar cuenta de ello al Cardenal Ginetti, Vicario del papa.

Aprovechando esta ocasión, el P. Juan Carlos [Caputi] comenzó a escribir todo lo que sabía; aunque, por la gran confusión de Público, no pudo enterarse de todo, pero después se fue sabiendo.

Dos Señoras no quisieron nunca ceder su puesto de estar junto al Catafalco, y se hacían esperar horas por sus servidores; una era la Marquesa Violante Raimondi, y la otra, la Marquesa María Spinola, mujer del Marqués Raggi. Éstas testificaron en presencia de todos, que habían besado muchas veces los pies del P. José, y que olían a rosas. Las dos Señoras eran genovesas, y muy devotas del P. José

Fue tal la fama que corría por Roma de lo que sucedía en San Pantaleón, que llegó a los oídos de una Dama vendedora de Rosarios, llamada Catalina d´Anastasio, de Ancona, la cual pidió a su hijo que atendiera a la bodega, porque ella quería ir a la Iglesia de San Pantaleón a ver a aquel Padre que había muerto y hacía milagros, igual que corrían todos.

El hijo le respondió que no quería de ninguna manera que fuera, pues él había estado y era tanto el gentío, que lo había tirado dos veces, y con gran dificultad había podido librarse de de que lo asfixiaran. Catalina se tranquilizó entonces, pero, nada más comer, dijo al hijo que quería ir a la Plaza de Navona a comprar una pieza de jabón, que quería hacer la colada, “pues ahora la gente no anda por la calle; volveré pronto”. Se encaminó a la Plaza de Navona, compró el jabón, lo puso en el mandil, y con la mano izquierda sujetaba el resto del mandil. Vio a una buena cantidad de Damas que iban contando las maravillas que habían visto en San Pantaleón, se unió a otras que iban a la misma Iglesia, entró dentro, y logró entrar hasta el catafalco, donde hizo oración y besó las manos y los pies del P. José. Al salir del vallado, llegó una ola de gente que no se podía contener, y todos se caían junto a ella. Un Caballero, por miedo a caer, se agarró con la mano al mandil que Catalina aguantaba con la mano, y, como era de paño negro muy endeble, al caer él, se quedó en su mano; cuando se levantó, Catalina le pidió que le devolviera la parte de su mandil, para poder coserla. El Caballero le dio la pieza, que la mujer puso dentro de la parte que aún tenía en la mano, y luego se retiró a la Capilla del Crucifijo, muy cansada, para hacer oración, pues estaba toda avergonzada.

Las mujeres que estaban en la Capilla del Crucifijo se burlaban de ella, diciéndole: -“Señora, vaya a casa sin mandil”, y se reían. Catalina, al ver que se burlaban de ella, les dijo que no le preocupaba haber perdido el mandil, pues había podido besar los pies y las manos del P. José, lo que no habían podido hacer ellas, y nunca llegarían a besárselas.

Catalina echó la mano en el bolso para sacar el pañuelo y meter en él el jabón, pero, al querer coger aquella parte del mandil donde había puesto el jabón, se encontró con que el mandil estaba todo entero, como si nunca hubiera estado roto, ni siquiera quedaba señal de haberlo estado. Entonces todas comenzaron a gritar: -“¡Milagro! ¡Milagro, que el mandil está entero!”

Por el alboroto que había en la Iglesia, ni siquiera los Padres lo supieron nada de este hecho aquel día.

A los dos días, fue D. Lucio Salvi, Asistente de Estudio de Monseñor Melcio, Auditor de la Rota, a decir la Misa a la Iglesia de san Pantaleón, y se lo contó al P. Juan Carlos, Sacristán, como cosa milagrosa.

El P. Juan Carlos fue a buscar a Catalina, quien le dijo que todo era cierto, que estaba dispuesta a hacer una certificación.

Y añadió: -“Esto no es nada, porque el mismo mandil ha hecho un milagro evidente, como vais a oír a continuación”. Y comenzó a contar el siguiente Caso.

La tal Catalina d´Anastasio, vendedora de Rosarios, tenía una paisana suya, también de Ancona, llamada Teodora di Domenico Gilardi, mujer de Baltasar, de Ancona, que se había enterado del milagro del Mandil, y quiso verlo y besarlo con gran devoción. Le dijo que su marido Baltasar se encontraba gravemente enfermo en el Hospital del Espíritu santo, y los médicos ya le habían dicho que se preparara a bien morir. Pidió a Catalina que fuera al Espíritu Santo con ella a visitarlo, y llevara el mandil que milagrosamente había quedado nuevo cuando murió el Fundador de las escuelas Pías.

Fueron las dos al Espíritu Santo y encontraron que Baltasar estaba agonizando, después de haber tenido cuatro velicaciones, había perdido la palabra, le habían dado un botón de fugo, y ya no conocía a nadie. Al encontrarlo de aquella manera, tan oprimido, Teodora comenzó llorar. Catalina le dijo que no llorara, que tuviera fe y se encomendara al P. José de la Madre de Dios, que, seguro, por su intercesión, aquel mandil le devolvería la salud. Catalina lo contaba todo con tan gran sencillez, de forma que los que atendían al enfermo se reían.

Sacó el mandil de la bolsa y lo puso sobre la cabeza del enfermo, que enseguida abrió los ojos. Llamó a su mujer por su nombre, pensando que despertaba de un largo sueño, y empezó a hablar de su mal con las señoras; que aunque lo había atormentado tanto, él no había sentido ni siquiera el botón de fuego.

Hubo alguno de aquéllos que pensaba que ésta era una bruja que hacía ver visiones, pues no había persona humana que pudiera creer que una Señora lograra curar a un agonizante, porque sabían lo del mandil, pero cuando se enteraron de que había curado con aquel mandil por intervención del P. José de la Madre de Dios, quedaron estupefactos; y, si no hubiera sido porque estaba con las velicaciones, en aquel mismo momento se hubiera levantado de la cama.

Este hecho lo han contado muchas, muchas veces la Sra. Catalina y la Sra. Teodora al P. Juan Carlos [Caputi] de Santa Bárbara y al P. Vicente [Berro] de la Concepción. Que después Catalina llevó el mandil a sus vecinas enfermas, fue de dominio público; por eso, Catalina se ganó el nombre de “La Dama del Mandil”.

Aconsejaron al P. Juan Carlos que procurara que Catalina le diera aquel mandil, para conservarlo en memoria del hecho. El P. Juan Carlos lo intentó muchas veces, ofreciéndole un mandil nuevo de seda, si le daba aquél de paño lacio y negro. Forzada y vencida, al final, rendida por la súplicas, se lo dio, sin aceptar nada a cambio; pero que ella quería un poco de él para su devoción, y luego entregarlo, con Instrumento, ante un Notario público, para que nadie lo pudiera estropear ni dar nada de él a nadie. Se aceptó el compromiso, y, llamando al Notario Francisco Meula, -que había hechos tantas otras escrituras, cuando el Cuerpo del P. José fue reconocido para sepultarlo- estipuló también el Instrumento del Mandil, que hoy se conserva en San Pantaleón dentro de una Cajita con tres llaves, que tienen los superiores Mayores de la Orden, con otras Reliquias del V. P. José.

En el mismo día 26 de agosto de 1648, Astolfo di Muzio, de Colonna, de Scarpa, Diócesis de Tivoli, vasallo del Príncipe de Carbognano, contó al Príncipe y a la Princesa, su mujer, en la Iglesia de San Pantaleón y en presencia de muchas personas, que, el mes de diciembre de 1647, a causa de la humedad que había cogido en una viña, cogió un catarro de ojos tan grade, que le privó de la vista completamente. Esto ocurrió cuando la inundación del Tíber en Roma.

Cuando se enteró de que en Roma había muerto un Padre que hacía milagros, pidió a su hijo pequeño que lo condijera a la Iglesia de San Pantaleón. Después de muchas penurias, por la gran cantidad de gente, logró besar los pies del P. José. Después lo llevó a hacer oración a la capilla mayor de la Iglesia, y, arrodillado, comenzó a ver el cuadro del Altar, y a distinguir uno de otro los colores de la pintura, por lo que la emprendió a gritar: -“¡Milagro, veo! El P. José ha hecho que recupere la vista”.

Fue tanta la gente que acudió a verlo -dentro del Altar mayor- que rompieron la Cancela, con peligro de asfixiarse. Ayudado por algunos soldados de guardia, lo sacaron fuera de la Iglesia, y fue gritando hasta la Iglesia de Montserrat -que estaba cerca de su Casa- que el P. José de la Madre de Dios le había restituido la vista, que había perdido hacía diez meses. Fue acompañado hasta casa por la multitud, pues todos querían saber cómo había sucedido aquel hecho, y, al poco tiempo, se extendió la voz por toda la Ciudad.

Esta fue la relación que hizo Astolfo di Muzio, de Colonna, al Príncipe de Carbognano y a la Princesa su mujer el día 27 de agosto, a la mañana siguiente de la sepultura del Cuerpo del P. José. La Princesa dijo a Astolfo Muzio que fuera a buscarla a su Palacio, que quería contarle más cosas.

Esteban de Cominis y Julia Habbiati, su mujer, dieron un Informe al Sacristán de San Pantaleón de cómo Alejandro Domingo, su hijo, había curado de esta manera por intercesión del P. José de la Madre de Dios, Fundador de las Escuelas Pías.

Éstos tenían dos hijos, uno llamado Alejandro Domingo y el otro Pablo; uno de ocho y el 2º de siete. Un día, jugando juntos, Alejandro les dijo que su hermano Pablo lo había empujado contra la esquina del cajón, y, por miedo, no les había dicho nada. Julia no hizo caso al hijo, pensando que era cosa de nada; pero, al cabo de algún tiempo, se le infectó el brazo, y le aparecieron siete hoyos como fístulas, que pasaban de una parte a otra del brazo. Viendo que el mal iba cada vez a más, les pareció conveniente que lo viera un Cirujano del Hospital del Espíritu Santo, para que se lo curara. Se lo llevaron, estuvo allí algunos días, y, viendo que no daban con el remedio oportuno, se lo devolvieron al Padre, diciéndole, que se habían convertido en llagas incurables, y nunca sanaría, porque las que le producían aquellos dolores eran úlceras cancerígenas; y que, al final, moriría de espasmos.

Cuando Esteban llevaba al hijo a casa, tuvo la idea de detenerse donde Juan Traglia, cirujano del Papa Inocencio X. Su compañero, que en el Bautismo había apadrinado a Alejando Domingo, le vio el brazo, y le dijo que sentía darle la noticia de que, si quería curar a su hijo, era necesario cortarle el brazo; de los contrario, poco a poco, las úlceras le subirían al corazón y lo matarían; si quería que le cortara el brazo, se lo haría sin cobrarle nada. Cuando Esteban oyó esto, quedaron en que a los dos días lo llevara a su casa, para que con mayor comodidad pudiera hacer la operación, ayudado de sus especialistas.

Tras esta entrevista, Estaban llevó al hijo a casa, y contó a su mujer lo que pasaba, que el compañero de Juan le cortaría el brazo, si quería que viviera. La mujer le respondió que no quería, de ninguna manera, verlo manco; prefería que muriera antes que verlo mutilado y sin brazo; que lo dejara en manos de Dios.

El día 26 de agosto de 1648, Julia, charlando con alguna Señoras que habían vuelto de San Pantaleón, y habían visto lo que Dios obraba por intercesión del P. José de la Madre de Dios, y que muchos sanaban, dijo al marido, Esteban: -“Lleva a Alejandro Domingo a San Pantaleón, que bese los pies del P. General; yo tengo fe y esperanza de que lo sanará, tanto más, cuanto que es alumno de las Escuelas Pías; el mismo P. José le ha enseñado la Doctrina Cristiana, y sé que lo quería mucho, “pues el hijo siempre me decía que el P. José les contaba ejemplos espirituales.

Esteban se dejó convencer con las palabras de su mujer, y, llamando al hijo, se fueron a San Pantaleón; hicieron un poco de oración, se acercaron al catafalco, y, besándole los pies, hizo que tocara con fe el brazo en los pies del Padre, y después pidió al P. Juan Carlos [Caputi] que le hiciera la Caridad de darle un trocito de vestido del P. José para su hijo el que tenía enfermo el brazo.

Le dieron un trocito de vestido y se fueron. Cuando llegaron a la Plaza del Marqués de Torres, a poca distancia de la Iglesia, Esteban desnudó el brazo de Alejandro Domingo, su hijo, puso con fe el trocito encima de la sexta úlcera, y continuaron caminando. Al llegar a la escalinata de Santiago de los Españoles, que está a ocho o diez pasos de distancia, Alejandro Domingo dijo a su Padre que ya no sentía que le picaba el brazo, lo podía alzar muy bien, y no le dolía., que lo levantaba con gran facilidad, cuando antes no podía moverlo.

Volvieron a casa llenos de alegría. Cuando su madre Julia lo vio muy alegre, le quitó la ropa, y vio en el brazo sólo le quedaban siete cicatrices, porque las úlceras habían desaparecido por completo. A los dos días mandó a sus dos pequeños a las Escuelas Pías. Su Maestro era el H. Juan María [Federici] de San José, de Rieti.

Estos testigos fueron todos examinados por Monseñor Patricio Donati, que quiso ver el brazo de niño, al que sólo le habían quedado las siete cicatrices. Todos estos murieron de peste después en Roma, el año 1656, en el Pontificado del Papa Alejandro séptimo.

Este mismo día sucedieron muchas cosas admirables, que omitimos, pero se pueden ver en el Libro de los Milagros.

[DOS CAJAS PARA EL CUERPO DE UN SANTO]

Los Padres[Notas 2] se encontraban confundidos por no tener dinero para hacer una caja en la que poner el cadáver del P. José, cuando hubiera que sepultarlo, porque era tanta la Pobreza, que no sabían de dónde echar mano. Algunos proponían coger las tablas de la cama del mismo Padre, que eran bastante largas, para hacer la caja; otros decían que no había que quitarlas, sino conservarlas como recuerdo, como se suele hacer con los Siervos de Dios, tal como se hizo con San Felipe Neri, del que aquellos Padres conservan todo lo del Santo por devoción y memoria de dicho Siervo de Dios, como hoy se puede ver aún.

El H. Lucas [Bresciani] de San José, de Fiesole, Limosnero, del Estado del Gran Duque de Florencia, se puso en pie, y dijo que, como no estaba bien estropear la cama de nuestro Padre, no se preocuparan, que él encargaría hacer una Caja de Castaño a propósito.

Aceptaron esta propuesta. El Hermano Lucas se fue a donde la Sra. Duquesa de Latri, cuñada del Cardenal Farnesio, Señora muy piadosa y devota, que enseguida le dio audiencia. Le preguntó si era verdad que el P. José hacía milagros, porque le habían contado muchas cosas las Monjas de su Orfanato, y no las había creído, y por eso había mandado a un palafrenero a San Pantaleón para saber la verdad.

Él le respondió: -“Señora, lo único que sé es que hay tanta cantidad de gente, que no se puede entrar en la Iglesia, ni se habla más que de milagros. Lo que sí he visto es a una Dama que tenía un brazo roto, que había tocado los pies al Padre José, y enseguida dijo que estaba curada; y que un hijo que padecía de convulsiones infantiles, y había perdido un brazo y una mano, también ha sanado, y ambos andan gritando por la calle que en San Pantaleón ha muerto el P. General y hace milagros. Más ya no puedo decirle. Ahora a lo que vengo es a pedirle una pequeña Caridad, para que podamos hacer una Caja, y poderlo sepultar, que, por nuestra Pobreza, no sabemos cómo hacer, y sepultarlo sin Caja parece cosa incorrecta”.

La Duquesa le preguntó de qué madera quería hacer la Caja. Le respondió que cualquier tabla era buena. –“No, dijo, es necesario hacerla de madera de castaño, para que la tierra no la dañe. Vaya a buscar a un carpintero, que venga aquí donde mí, que yo se la encargaré y pagaré lo que haga falta”. Llamó después a un servidor, y le ordenó que fuera con el H. Lucas, y procuraran llevarle tablas de castaño a propósito, y luego volvieran juntos para hacer el pacto, y que el carpintero no pudiera quejarse; que guardara bien las tablas, y que estuvieran bien secas. –“Y no os dejéis engañar”.

Cuando el H. Lucas volvió con el sirviente y el carpintero, se pusieron de acuerdo en el precio, y que lo hiciera con cuidado y deprisa.

Cuando el carpintero se fue, la Duquesa preguntó al H. Lucas si conocía a algún estañero, porque había pensado mandar hacer una Caja de plomo, que resguardara mejor el Cuerpo del P. José.

El Hermano le respondió que cerca de la Iglesia de San Pantaleón, calle de los Pollaroli, estaba el Maestro Francisco, milanés, que servía a nuestra Casa, “y es un hombre muy amable, que hará pronto el trabajo”.

Ella le dijo que fuera a llamarlo, y tomara la medida del Cuerpo, para saber cuánto plomo se requería, y cuánto importaba la factura.

Fue el H. Lucas y encontró al Maestro Francisco, que estaba trabajando algunas planchas de plomo, anchas, para una tubería de aguas que van a San Pedro. Comenzaron a hablar, y le dijo que, cuando la Sra. Duquesa lo ordenara le daría la Caja, aquella misma tarde.

Fueron juntos, habló con la Duquesa, y pactaron el acuerdo; pero que ni el H. Lucas ni el Maestro dijeran nada, porque ella hacía este gasto sin que lo supiera su marido; que llevara la Caja de noche, sin decir que la había mandado hacer ella, por muchas razones, y que a las 22 horas la misma Duquesa iría a visitar el Cuerpo del P. José, y entonces vería la Caja; que la hiciera lo mejor que supiera, sin mirar el gasto, que se la pagaría puntualmente.

Así lo acordaron, y el Maestro Francisco, con el Maestro Carlos, su compañero, se pusieron a la obra, y enseguida lo terminaron, pues ya tenían las planchas preparadas.

Cuando el H. Lucas volvió a Casa, dijo que los Padres no se preocuparan más por la Caja, que ya se estaba haciendo en el Trastevere y era de madera de castaño, sin añadir más.

Hacia las 20 horas del mismo día 26 de agosto, vino a San Pantaleón un Notario de lo Criminal, del Vicario, con un Capitán y muchos guardias. Mandó llamar al P. Juan [García del Castillo] de Jesús María, es decir, al P. Castilla, Superior de la Casa, y le dio la orden de que, bajo pena de excomunión “latae sententiae”, y de entredicho -para la Iglesia y para todos los Padres- al cabo de media hora diera sepultura al cuerpo del P. José, porque así lo mandaban los Patrones.

El Pobre P. Castilla estaba tan asustado, que no sabía qué hacer, porque se encontraban en el patio, y no había portero, para que llamara a algún Padre, a ver lo que se podía hacer.

Casualmente, bajaba de arriba el P. Juan Carlos [Caputi]. Dijo al Notario que quería ver el mandato por escrito, para saber quién daba la orden; de lo contrario, no obedecerían, porque no creían en las órdenes que venían de viva voz. Le preguntó si era orden del Papa, del Cardenal Vicario o del Vicegerente. Cuando le dijeron que no, que lo ordenaba él “ex officio”, debido a los inconvenientes que estaban surgiendo en la Iglesia, que creaban peligro de revueltas en Roma; que obedecieran por las buenas, de lo contrario, mandaría a los guardias se llevaran aquel Cuerpo, y lo custodiaran hasta que se le diera sepultura.

En aquel momento llegó el P. José [Fedele] de la Visitación; oyó la discusión, y dijo al P. Castilla que fueran juntos donde el Cardenal Ginetti, Vicario del Papa, para que lo remediara.

Cuando el Notario oyó aquella determinación, entró en la Iglesia con los guardias, mandó cerrar las puertas y trasladar el Cuerpo a la sala anterior a la Sacristía. Cerró la otra puerta, consignó el Cuerpo a los guardias, y él se fue adonde el Cardenal. Le dijo que en San Pantaleón se producían tumultos, echaban mano a las espadas, y ni siquiera respetaban al Santísimo Sacramento. Y que, para evitar cualquier escándalo que pudiera surgir, había dado orden al P. Castilla de que, bajo pena de excomunión y de suspensión de la Iglesia y de los Padres, diera sepultura al Cuerpo del P. José, y no habían querido obedecer; “por lo que vengo a dar parte a Su eminencia”.

El Cardenal le respondió que había hecho mal en dar aquella orden tan rigurosa por su cuenta. -“Esperemos a ver lo que dicen los Padres”.

Entre tanto, llegó el P. Castilla con el P. José, y suplicaron al Cardenal que les diera licencia para tener expuesto el Cuerpo del P. José al menos tres días, para satisfacer la devoción del Pueblo. Y, en cuanto a que en la Iglesia se producías tumultos, no era cierto; sólo era que había puesto a algunos alumnos Corsos para cuidar al Cuerpo, y a veces habían causado miedo a la gente, porque llevaban espadas. –“Si Su Eminencia quiere saber la verdad, infórmese por Monseñor de Massimi, Camarero Secreto de Nuestro Señor el Papa Inocencio X, que ha estado toda esta mañana en el Coro a ver lo que sucedía, y ahora mismo está allí observando, y por modestia no ha querido hablar. Por amor de Dios, que retire esta orden, porque hay mucha gente esperando, los guardias han cerrado las puertas de la Iglesia, y son ellos los que están cuidando el Cuerpo, que han cerrado en una sala.

El Cardenal le dijo: -“Ténganlo hasta mañana, más si quieren, que, después de cuentas, es una obligación dar gusto a los Padre y al Pueblo. Y usted, Señor Notario, entregue, sin más, el Cuerpo a los Padres, para que puedan hacer sus ceremonias”.

Mientras los Padre y el Notario estaban con el Cardenal, llegó a San Pantaleón la Princesa Giustiniani con sus hijas, y otras Señoras. Se encontró cerrada la puerta de la Iglesia, y llamó para que abrieran. –“De lo contrario, mandaré abrirla por la fuerza”.

Los Padres se excusaban de que no podían abrirla, porque los guardias estaban custodiando el Cuerpo. Mandó llamar al Capitán, y le dijo que abriera; si no, informaría al Papa de que se mostraban insolentes y no tenían consideración con nadie.

Esta Señora era hija de Dña. Olimpia, y, por tanto, sobrina del Papa Inocencio X, hija de su hermano.

El Capitán abrió enseguida la puerta, a condición de que no entraran más que aquellas Señoras; que todas las demás se mantuvieran lejos, hasta que llegara la respuesta del Cardenal.

En cuanto la Princesa entró con las hijas, se puso al lado de una Dama llamada Cecilia, hija de un cierto Francisco Borghi, romano, mujer de Pedro Pablo Desiderio, Cursor del Papa.

Cuando la Princesa observó que aquélla no era de su familia, le dijo: -“Señora, no puede estar con nosotras, porque es necesario guardar la palabra dada, también al Capitán. Ella le respondió: -“Excelentísima Señora, vengo para obtener la gracia de este Siervo de Dios, por una enfermedad que padezco; hace más de dos horas que espero, y no me dejan entrar. Le pido que me haga este favor, que no molestaré a nadie. La Princesa se movió a compasión, la cogió de la mano, y la introdujo dentro de la sala donde estaba el Cuerpo del Padre José. Se pusieron todas de rodillas, y besaron las manos del Padre muerto; pero Cecilia puso la Cabeza bajo los pies del Padre, pidiéndole, con viva fe, que la librara de aquella enfermedad; que estaba obligado a hacerlo, porque había enseñado las Humanidades a Pedro Pablo, su Marido. Y, permaneciendo un poco tiempo en aquella postura, sintió toda la cabeza aliviada.

Dio gracias Cecilia enseguida a la Princesa, pues la había permitido entrar; con lo cual, el Padre la había sanado, y ya no se sentía enferma.

La Princesa quiso saber minuciosamente la enfermedad que tenía, y Cecilia le respondió: -“Cada vez que había cambio de luna me giraba la cabeza; caía por tierra, todo trastornada, y ni sabía dónde estaba. Echaba mucha espuma por la boca; y permanecía atormenta dos o tres horas, hasta que mi marido y mi madre me llevaban a la cama. Precisamente hoy, cuando he sabido que había muerto el buen Padre, pedí a mi marido y a mi madre que me condujeran a San Pantaleón, y me lo negaron, porque tenían miedo de que en la calle me atacara el mal, ya que comenzaba el cuarto de luna. Mi marido me dijo que iba a buscar una carroza, y, mientras tanto pedí a mi madre que me llevara a pie, que tenía una gran fe en que, besando los pies del P. José me vería libre del mal caduco. Mi madre, para contentarme, lo aceptó, y, saliendo de Casa, pues vivimos cerca de la Iglesia de Montserrat, cuando llegamos a la portería del Colegio Inglés, enfrente de la Iglesia de San Jerónimo de la Caridad, caí por tierra medio muerta, sin saber dónde estaba. Estuve así un rato, hasta que recobré conocimiento, y mi Madre me levantó lo mejor que pudo, para llevarme a Casa. Yo le pedí de nuevo -ya que teníamos buena parte del camino recorrido- que, a toda costa, me condujera a San Pantaleón, que tenía suma esperanza, y fe, de obtener la gracia, por mediación del P. José, como la habían alcanzado tantas otras. Y ya, gracias a Dios, estoy curada”.

La Princesa quedó tan contenta, como también aquellas otras Señoras, que acrecentaron más aún la devoción hacia el Padre, al haber escuchado este hecho de boca de la misma Cecilia. La Princesa se lo contó después al Papa y a Dña. Olimpia, su Madre, y el Príncipe Giustiniani con su hijo vinieron, tan pronto como se abrió la Iglesia.

Cecilia, Pedro Pablo Desiderio, y la madre, permanecieron allí, para contar este hecho, y observando si, verdaderamente había sanado del todo, hasta el día 24 de mayo de 1649, y nunca más tuvo el más mínimo dolor de cabeza, como contaron muchas veces al P. Vicente de la Concepción y al P. Juan Carlos de Santa Bárbara. Mientras estaban cerradas las puertas de la Iglesia, vino la Duquesa de Latri a ver las Cajas que había mandado hacer. El H. Lucas de San José, como no podía hacer otra cosa, la introdujo por la portería con otra Señora. Éstas entraron en la Sacristía, hasta que fueran admitidas a la estancia donde estaba el Cuerpo del P. José; allí hicieron un rato de oración, y la Duquesa dijo al H. Lucas que quería una gracia del P. José, que ya le había pedido; era que pudiera terminar su Monasterio al pie de San Pedro in Montorio, porque el Papa Inocencio había mandado suspender las obras; y también que fuera Cardenal Monseñor Farnese, su cuñado, que también estaba en desgracia del Papa Inocencio. Ambas cosas consiguió, porque, muerto el Papa Inocencio, le sucedió Alejandro VII, que hizo Mayordomo suyo a Monseñor Farnese, luego lo hizo Cardenal, y se pudieron continuar las obras del Monasterio.

Cuando volvieron los Padres Castilla y José [Fedele] con el Notario del Cardenal, el Notario dijo a los guardias que se fueran, y a los Padres que dejaran entrar a las personas, poco a poco, para evitar cualquier desorden, que pudiera suceder.

El Capitán soltó una sandalia del pie del P. José, para tenerla como devoción suya, y, a pesar de que el Notario quiso obligarle a devolverla, nunca fue posible. Los guardias murmuraban contra el Notario, porque siempre se metía en camisa de once varas, y les había hecho perder el tiempo todo el día. Y pidiendo perdón a los Padres, se fueron, sin más que hacer.

Era increíble el gentío que esperaba en las dos plazas y no se tranquilizaba, todos querían entrar. Entre ellos estaba el P. Pedro Caravita de la Compañía de Jesús, hombre de gran perfección, espíritu y Caridad hacia el prójimo. Vino con tanto fervor, que se subió a un estrado, delante del Portón del Sr. Pedro de Massimi, e hizo un gran sermón acerca de las virtudes del P. José; en particular sobre la paciencia que había tenido con los que le habían perseguido, y que él, no sólo no se había defendido, sino que hablaba bien de ellos, y sólo echaba la culpa al demonio, que los tentaba para inquietarlos.

Dijo tantas otras cosas de la perfección y padecimientos del P. José, que, después, los oyentes contaban que haría falta mucho tiempo para repetirlas, pues el discurso duró más de una hora. Terminado, mandaron entrar al P. Pedro Caravita y a algunos que lo acompañaban. Se acercó entonces tal cantidad de gente, que, para defender el catafalco, y hacer que no cayera, hubo que poner una valla de bancos grandes con espalderas, que la gente hizo pedazos. Para evitar más problemas, determinaron quitar el Cuerpo y subirlo arriba, al Oratorio, hasta que comenzara a salir la gente y luego se pudiera cerrar la Iglesia. Y, si venía alguna persona a la que no se podía por menos de admitir, se la admitiera arriba, para que no se produjera ningún desorden.

Vino la mujer del Condestable Colonna con todos sus hijos, abrieron la portería, y entraron por allí; pero, para que no faltaran a la Clausura, llevaron de nuevo el Cuerpo abajo, a la Iglesia, donde había algunos Prelados.

Cuando hicieron sus devociones, como ya era de noche, dejaron el Cuerpo en la Iglesia con buena guardia, para que no se produjera alguna irreverencia, queriendo entrar a la fuerza.

Cuando sonó el Avemaría, vino el Marqués Rinoccini, Embajador del Gran Duque de Florencia, con la Marquesa, su mujer, y los hijos; el Embajador de Savoya con su mujer; el Embajador de Venecia con su mujer; el Duque Strozzi con su mujer y los hijos, y la Marquesa, su madre; el Coronel y Capitán de Corsos con la mujer y los hijos; y otros Caballeros. También Monseñor Oreggio, Monseñor Bernardino Biscia, Monseñor Juan Francisco Fiorentelli y Monseñor Totis, Refrendarios de una y otra Signatura.

Todos éstos estaban en la Iglesia, con otros Padres y Hermanos nuestros, mientras tuvo lugar un milagro evidente, en la persona de un tal Salvador de Murino, de la Ciudad de Agnani, en los confines del Reino de Nápoles y el Estado Eclesiástico[Notas 3].

Este Salvador era un pobre hombre, que guardaba una caballada en las Campiñas de Agnani. Por la noche dormía dentro de cobertizos en lagunas, para guardar los animales. Fue allí cuando cogió la enfermedad de gota fría, en la cadera y en la pierna derecha, y quedó tan inválido que no podía andar. Había estado en cama casi un año, y él y la mujer ya no podían vivir. Habían vendido lo que tenían, y no sabían de qué echar mano.

El médico tuvo compasión de él, y le dijo que, si no buscaban la manera de que lo condujeran a Roma cuanto antes, para poder acogerse en algún asilo, quedaría inválido para siempre.

El Pobre Salvador le respondió que él no la tenía de ninguna manera, pero si alguna persona le hacía esta Caridad de conducirlo a Roma, Dios proveería allí, y también le ayudaría alguna persona pía.

El médico le replicó, que, para poder llevarlo, él mismo buscaría limosnas, como lo hizo.

Encontró a un mulero, hizo con él un pacto, y le dio el dinero para que lo llevara a Roma, y por el camino le diera de comer y beber; y que, cuando volviera, le daría alguna cosa más.

Llegaron sanos y salvos a la Puerta de San Juan de Letrán. Pero el mulero quería que el pobre inválido se bajara, que ya lo había conducido a Roma, y él tenía volver, para no perder otra jornada, y quería caminar de noche.

Salvador le pedía que lo llevara hasta un lugar habitado, y lo dejara en algún albergue, y luego podía retornar. Cuando los Porteros y Custodios de la Puerta vieron aquella crueldad, comenzaron a gritar al mulero, para que lo llevara, al menos, hasta el Capitolio, donde él ya podría encontrar un cobijo.

Continuaron, pero, cuando el mulero llegó al Coliseo, cogió a Salvador a peso, lo dejó en tierra, montó a caballo, y se fue.

Anochecía, y Salvador no sabía qué hacer; lloraba su desventura; tenía miedo de que por la noche lo devoraran las fieras, y se encomendaba a Dios, porque no veía pasar a nadie.

Acertó a pasar una pobre viejecita con un haz de leña en la cabeza, y, al oírle llorar, se le acercó y le preguntó la razón de su llanto. Le contó lo que le había pasado, y que no sabía cómo hacer para llegar a lugar habitado.

La buena vieja le animó a que fuera poco a poco, que le esperaría y lo conduciría hasta Campo Vaccino. Se arrastró por tierra con un brazo y una nalga, y la siguió hasta la Iglesia de San Cosme y Damián.

La vieja le dijo que, si se animaba a seguirla un poco más, lo llevaría hasta los Pórticos del Capitolio, donde encontraría a otros Pobres, y allí estaría a cubierto, le darían de comer, y alguna otra ayuda. Salvador la siguió; pero, al llegar al Capitolio, la vieja se despidió.

Bajo los pórticos del Capitolio había otros pobres, que tuvieron compasión de este pobrecito; le dieron de cenar, y después comenzaron a charlar acerca de su mal, a qué había venido a Roma, y si no conocía a nadie. Le decían que, si ellos conocieran a alguna persona piadosa que le hiciera la Caridad de de poder entrar en algún asilo, le ayudarían, y en él se curaría.

Uno le dijo que había un Cura llamado el Abad Sacco, “que es Juez y Protector de los Pobres. Habita cerca de San Andrea della Valle; y mañana por la mañana, voy a ir a hablar con él por una Causa mía, porque he trabajado más de un mes y no quieren pagarme. Este Abad tiene mucho poder ante el Papa, para, sin ninguna otra condición, dar limosna a los Pobres. Basta con que escriba un papelito, y enseguida ordenará pagarte”.

Al amanecer, Salvador se fue arrastrando por la bajada del Capitolio, siguiendo a aquel hombre, y encontraron al Abad Sacco, que entonces mismo salía de casa.

Les preguntó qué querían, y Salvador le contó su enfermedad. Le pedía, por las entrañas de la Misericordia de Jesucristo, que le hiciera la Caridad de poder entrar en un asilo, para pode sanar y ganarse el pan, pues tenía mujer e hijos, que no tenían otra cosa que la esperanza en Dios y en los buenos Cristianos; que era pobre y forastero; que no conocía a nadie, y se encomendaba a su Piedad, para que le ayudara, por amor de Dios, quien se lo premiaría.

El Abad le respondió que, de momento, buscara un refugio, que lo del asilo quedaría por su cuenta, y procuraría atenderlo el tiempo que estuviera, que más no podía hacer.

Le contestó que el ofrecimiento era grande, pero, mientras lo encontraba, no sabía dónde ir, ni cómo defenderse, porque no tenía nada ni conocía a nadie.

El Abad le dijo que lo siguiera, que pediría a alguien que le diera cobijo; y, en cuanto a la comida, se las arreglara pidiendo alguna limosna, pues adonde lo quería llevar había muchos comerciantes, y todos le harían alguna caridad; y él mismo le recomendaría a alguno.

Llegaron al albergue de La Luna, en la Plaza de los Pallaroli; habló con el Dueño del albergue, y le recomendó a aquel Pobrecito, como si fuera la persona de Jesucristo; que no faltarían ocasiones de pagárselo en sus necesidades, pues no quería más que el alojamiento para poder dormir.

Le respondió que lo haría la Caridad, con muchísimo gusto; que podía estar lo que quisiera, aunque sentía ser pobre también él, y no le podía dar otra cosa; que intentara buscar la ayuda de alguna limosna, pues, al verlo en aquella miseria, todos le darían ayuda.

El Abad lo animó, diciéndole que no era una vergüenza pedir limosna, estando en aquella necesidad, y que él también lo recomendaría, avisándole a tiempo, para ir a un asilo, pero mientras tanto lo negociaría con el hospedero. Lo condujo, arrastrándose, a dos Comerciantes, y les recomendó que le hicieran alguna Caridad, por amor de Dios.

Como el Abad era conocido por todos, le dieron un julio cada uno, ofreciéndose a ayudarlo alguna vez más.

El Abad le dijo que fuera cada mañana a San Andrea della Valle a oír Misas; una por él, y otra por los bienhechores; y luego fuera por las tiendas a pedir un centavo, por amor de Dios, que así se iría sustentando, y, además, tendría algún mérito ante Dios; que un día hiciera una buena confesión y comulgara, para que, cuando entrara en el asilo, fuera con el alma limpia; “que el Señor le devolverá la salud”.

Así lo hizo Salvador. Y, después de oír sus misas, se iba por todos los comercios de la Plaza, pidiendo “sólo un centavo, por amor de Dios, para este pobre impedido”. Y así es como se ganó el sobrenombre de “El Pobre del Centavo”

No sólo se defendía con cierta abundancia, sino que se hizo con algún dinero, que entregaba a su albergue, para comprarle alguna camisa y otras cosas que necesitaba. Esto duró casi un mes. Cuando el Abad pasaba por allí, iba a verle y lo animaba a que estuviera alegre, que muy pronto iba a entrar en el asilo, que ya se lo habían prometido.

El 25 de agosto de 1648, el Abad fue a hablar con él y le dio un escrito, para que a la mañana siguiente fuera de madrugada al asilo de Mellino, llamara al Patrón del asilo, y se lo entregara;

que le recibiría en el asilo, porque en eso habían quedado juntos.

De mañanita, Salvador, arrastrándose, llegó al asilo, y habló con el Patrón. Éste le respondió que todas las plazas estaban ocupadas, que volviera a los ocho días, y le haría la Caridad, como estaba convenido. Que no pensara en otra cosa, pues lo atendería como si fuera cualquiera otra persona. Y que, por aquella mañana, podía quedarse a comer con sus Sirvientes.

Salvador estuvo en el asilo 22 horas, y se puso en viaje para ir a descansar al albergue de La Luna. Cuando llegó a la altura de la Iglesia de San Pantaleón estaba muy cansado; se detuvo un rato, viendo a la multitud en la plaza, gritando que querían entrar en la Iglesia. De vez en cuando entraba y salía gente, y él no sabía de qué se trataba. Preguntó a un comerciante, llamado Sebastián Previsani, qué significaba aquel griterío delante de la Iglesia, y le respondió que había muerto el P. José, Fundador de las Escuelas Pías, hacía muchos milagros, y había sanado no sólo a muchos posesos, sino también a un ciego.

Al oír esto Salvador, le dijo que también él quería ir, pero temía que las carrozas que pasaban le pudieran hacer algún mal, pues no podía ir solo.

Sebastián le dijo que lo siguiera, que le abriría paso; que era suficiente pararse delante de la puerta de la Iglesia, para que, cuando la abrieran, pidiera a alguno que le ayudara a entrar. Comenzó a arrastrarse, llegó delante del umbral de la Iglesia, y esperó a que la abrieran, para poder entrar.

En aquel momento llegaron los cuatro estañeros que llevaban la Caja de plomo a la Iglesia. Como era de noche, llamaron a la puerta; al entrar, el Maestro Carlos, un estañero, pisó involuntariamente el pie de Salvador que podía mover. En parte por el peso de la Caja de plomo, y en parte también porque el Maestro era un hombrón, le hizo tanto daño, que comenzó a gritar; tan alto que, por compasión, todos empezaron a empujar, quejándose del estañero que acababa de lastimar a aquel Pobrecito. Al final, salió el Maestro Carlos, con sus compañeros, y pidió perdón a Salvador, diciéndole que no lo había hecho aposta, que tuviera paciencia, por amor de Dios.

Salvador le dijo que sólo le suplicaba le ayudara a entrar en la Iglesia, que tenía mucha fe en que el Siervo de Dios le devolvería la salud.

El Maestro Carlos y un compañero suyo lo cogieron a peso, y lo metieron en la Iglesia. Les pidió que lo acercaran al catafalco, lo posaron en tierra sobre el Cuerpo de aquel siervo de Dios, y quedaría curado. Los Maestros estañeros rehusaban hacerlo, porque les parecía algo indecoroso, pero aquellos Príncipes y Princesas que estaban en la Iglesia -como se ha dicho- les animaron a cogerlo de nuevo en peso, y lo pusieron sobre el Cuerpo. Nada más tocarlo, empezó a gritar: -“Bajadme, que estoy sano, por la gracia de Dios”. Lo ayudaron a bajar, y comenzó a caminar, a pasear por la Iglesia; de tal manera, que aquellos Señores y Señoras le mandaron dar varias vueltas, y, con estupor, alabaron a Dios, que se complacía en exaltar a su Servidor con signos tan claros.

Al salir los Señores de la Iglesia, aquella misma tarde se corrió la voz del milagro entre la multitud que estaba en las dos plazas, por lo que se enardeció más aún, y querían entrar a ver al siervo de Dios, a aquel hombre que había sanado, y decían a los Padres que abrieran o, ciertamente, romperían las puertas y entrarían a la fuerza.

Abrieron las puertas, y vieron a Salvador arrodillado ante el Catafalco. Era tanta el furor del Pueblo que se echaba encima para verlo, que fue necesario quitar el Catafalco con el Cuerpo, y llevarlo arriba, al Oratorio. Mientras que Salvador, más muerto que vivo, fue llevado a una clase de la Escuela, donde lo reanimaron, y lo cerraron, hasta la mañana siguiente, para que pudiera descansar, pues estaba agotado.

No fue suficiente haber llevado el Cuerpo del Padre al Oratorio, donde estaban cerrados por dentro los Padres con algunos amigos. Algunas, que sabían dónde lo habían llevado, a los cuales siguieron muchas Señoras, que se saltaron la Clausura, subieron también; y, aunque los Padres les decían que quedaban excomulgadas, respondían que el Papa las absolvería, que querían besar los pies al P. General, y no se irían hasta que no vieran su Cuerpo. Llegaron hasta el Refectorio, encima del dormitorio nuevo. Así que toda la Casa estaba en su poder.

Finalmente, decidieron que, para evitar cualquier peligro, era conveniente bajar el Cuerpo a la Iglesia, y que, cuando lo vieran, salieran fuera; que no estaba bien estar toda la noche en vigilia, dando pie a que algún maldiciente dijera que los Padres lo hacían aposta. Colocaron el Catafalco dentro del altar mayor, puesto en alto, con dos antorchas, para que todos lo pudieran ver, y se fueran.

Una posesa entró aún dentro del altar mayor, y empezó a decir despropósitos contra algunos que estaban presentes, porque decía que quebrantaban su honor; esto hizo que disminuyera el Pueblo, para no complicarse con el demonio, y ser acusados de faltas ocultas. De esta forma, cuando desapareció la gente, cerraron las puertas durante las seis horas de la noche.

Muy de mañana, dieron sepultura al Cuerpo del P. José, con declaración de desenterrarlo de nuevo, para hacer jurídicamente el reconocimiento del cuerpo, como hubo que hacer después, mediante el Notario Francisco Meula, como Consejero de la santa Visita Apostólica y sustituto de D. José Palamolla, allí presente -Secretario de la Visita- y del Cardenal Ginetti, Vicario del Papa en las cosas espirituales.

Una vez sepultado el P. José, acudió mucha gente que, al ver dónde lo habían sepultado, y que la tumba no estaba aún enladrillada, todos cogían puñados de la tierra que había sobre las dos cajas, y se la llevaban por devoción; de tal manera, que se llegó a ver la cubierta de la Caja de castaño, y los Padres tuvieron que poner una guardia, para que nadie pudiera entrar, lo que supuso mucho esfuerzo, para evitar los disturbios.

Vinieron muchos Príncipes y Prelados, que querían ver a Salvador, que estaba de rodillas sobre el sepulcro. Entre otros, vino el Abad Sacco, a decir la misa como hacía de ordinario, que la decía en la Iglesia de San Pantaleón. Cuando vio a Salvador, quedó estupefacto, pues creía estaba en el asilo, y le contó lo que había pasado. Aprovechando la ocasión, vino a verlo también el posadero de La luna, y todos los de la Plaza de los Pallaroli, que le habían hecho la Caridad, y lo llamaban “El Pobre impedido Centavo”, que había curado milagrosamente.

Esto se conoció abiertamente por toda Roma, y, para dar satisfacción a quien siquiera verlo, los Padres lo tuvieron tres días en Casa, con todas las comodidades necesarias, hasta que, recuperadas las fuerzas, se fue a pie hasta Anagni, su pueblo. Desde entonces, durante siete u ocho años, estuvo viniendo, una vez cada verano, a hacer oración sobre el sepulcro del P. José, con grandísima devoción, agradeciéndole el favor que le había obtenido del Señor, al devolverle completamente la salud. Y contaba que continuaba haciendo sus obligaciones, y trabajaba como antes; pero ya no había querido hacer el oficio de cuidador de Caballos, aunque el Patrón le había en ello insistido muchas veces; que, en cambio iba a la cosecha cereales, cada año, a las Campiñas de Roma; que, aprovechando la ocasión, el mes de agosto venía a la Iglesia de San Pantaleón; que ofrecía algo, para que se dijera una Misa en el altar de San Pantaleón, donde estaba enterrado el P. José, y que él quería oírla. Algunos fueron examinados sobre este acontecimiento, en el Proceso hecho “Auctoritate Ordinaria” el año 1650.

Entre otros que vinieron a pedir la gracia al P. José, vino Monseñor Próspero Fagnano, Ciego, uno de los principales Prelados de la Corte, y tuvieron que llevarlo en silla hasta la Iglesia de San Pantaleón. Lo acercaron al sepulcro donde estaba enterrado el P. José, donde oró de esta manera: -“Padre José, bien sabe qué Amigos hemos sido; por eso, le pido, con toda humildad, me obtenga del Señor que me devuelva la vista, si es conveniente para la salvación de mi alma; si no fuera para salvarme, me conformo con seguir, no solamente ciego, sino hasta privado de la palabra”.

Le atendía el P. José [Fedele] de la Visitación, que intentaba consolarlo. Por eso, el Prelado se atrevió a decirle que le hiciera el favor de darle alguna cosa del P. José, que quería tenerla para su devoción, como Reliquia de un Siervo de Dios tan conocido por él; que conocía sus virtudes, por haber sido uno de los Prelados de la Congregación sobre los asuntos de la Orden de las Escuelas Pías, y siempre que el P. José iba adonde él, nunca le había oído lamentarse de nadie de los que le perseguían; al contrario, enseguida los compadecía, diciendo que se dejaban vencer por las tentaciones del demonio.

El P. José de la Visitación se dirigió al P. Juan Calos [Caputi], y le dijo que cogiera alguna cosa del P. Fundador, que la quería Monseñor Fagnano para su devoción.

El P. Juan Carlos fue a la celda del P. Fundador, donde había muerto, y enseguida cogió un par de anteojos que solía usar el P. José, los llevó a la Iglesia y se los entregó al P. José [Fedele], quien se los entregó a Monseñor Fagnano, y éste las besó con grandísima devoción, como si fueran las Reliquias de un santo. Los guardó en el pecho, y agradeciéndoselo, ordenó que lo sacaran fuera.

Este hecho se conoció en toda Roma; incluso se lo contaron al Papa Inocencio X, quien dijo era muy importante que Monseñor hubiera tomado esta decisión, porque era uno de los principales de la Congregación de Sagrados Ritos, y sabía lo que hacía.

Aquella misma tarde que sanó a Salvador de Muzio, cuando se cerraron las puertas, y el Pueblo hacía tanto alboroto por entrar en la Iglesia de San Pantaleón, pasó en carroza, con otros Prelados, Monseñor Pedro Francisco de Rosis, cuando volvía de Monte Cavallo, de la audiencia del Papa -porque lo habían llamado por un Causa de Beatificación, al ser Promotor de la Fe- dijo a los Prelados que era porque había muerto el P. José de las Escuelas Pías, hombre de grandísima virtud; que en Palacio se hablaba mucho de él, y que pronto estaría bajo su jurisdicción, porque Dios mostraba aquellos Prodigios para dar a conocer a los hombres cómo había sido su vida; que sabía muchas cosas de sus virtudes, aunque las podía contar, dado el oficio que tenía en la Congregación de Sagrados Ritos. Uno de los que iban con él en la carroza, se lo ha ratificó después muchas veces al P. Juan Carlos, con ocasión de la introducción de la Causa para la Beatificación del P. José en la Congregación de Sagrados Ritos.

Más aún, ordenó al Sr. Claudio Bevilland, su Auditor y Procurador en las Causas de los Santos, que tramitara esta Causa “gratis y por amor, porque los Padres de las Escuelas Pías son Pobres, y no pueden cargar con los gastos que hacen los demás”.

Ordenó también al Sr. Miguel Ángel Lapis, Promotor de la Fe, que, en las Congregaciones y pasos que se deben dar en esta Causa, no cobrara ningún emolumento, -aunque, en cada Sesión, trámite o Congregación, le correspondía por tasa un escudo de oro; pero nunca pidió nada por ello, porque esta Causa la tramitaba el P. Juan Carlos [Caputi], a quien conocía Monseñor Pedro Francisco de Rosis, de feliz memoria, como ya se ha dicho.

La mañana del 25 de agosto de 1648, cuando ya estaba puesto en el depósito el Cuerpo del P. José, llegó un sirviente, sin decir nunca quién lo había enviado, que traía dos antorchas de cuatro libras –una de cuatro pabilos, para que los Padres la encendieran sobre el sepulcro del siervo de Dios- que no se apagaron hasta que se quemaron enteras.

Estaba allí presente Monseñor Vicentini -Protonotario Apostólico y Comisario sobre la Canonización de los Santos- quien dijo al P. Castilla que ordenara no pusieran antorchas sobre el sepulcro del Padre, para no dar impresión de que se le daba culto, y, cuando se hiciera el Proceso, no surgiera alguna dificultad; pero que se podían poner a los lados del altar del Smo. Sacramento, como se hizo. Este Prelado hablaba así por cariño, pues había sido discípulo de nuestro P. José, Fundador.

[CONMEMORACIÓN A LOS 30 DÍAS DE LA MUERTE DEL SANTO FUNDDOR]

Hemos visto[Notas 4] que el V. P. José de la Madre de Dios, no sólo fue perseguido en vida, sino también después de la muerte, y lo que sucedió cuando fue sepultado. Nos queda ahora contar lo que sucedió a los 30 días de su muerte, cuando pronunció la oración fúnebre un Padre Descalzo de Santa Teresa, llamado P. Fray Jacinto de San Vicente, Predicador tan Insigne, que, por sus extraordinarias virtudes, en tiempo del Papa Inocencio X fue después enviado por la Sagrada Congregación de Propaganda Fide a las Indias, por alguna controversia sobre la fe, donde el buen Padre murió en opinión de gran santidad. Yo lo considero mártir, pues murió por obediencia a la Santa sede, y por la santa fe[Notas 5].

En una Congregación de los Padres de las Escuelas Pías de San Pantaleón, se propuso que estaría bien conmemorar los 30 días de la muerte del P. José de la Madre de Dios; y, para celebrar sus virtudes con mayor libertad, buscar a algún Religioso de Otra Orden observante, que hiciera esta Caridad; pero excluyendo a los Padres jesuitas, que no lo dirían todo, porque uno de ellos, el P. Silvestre Pietrasanta, de la Compañía de Jesús, había protegido a los que habían perseguido al P. José de la Madre de Dios, para arruinar a la Orden de las Escuelas Pías, de la que había sido Fundador.

Casi todos los Padres propusieron a un individuo; pero, como no se ponían de acuerdo, el P. Juan Carlos [Caputi] propuso al P. Maestro Fray Tomás Aquaviva, dominico, predicador insigne, que, por ser muy Amigo, fácilmente aceptaría el ofrecimiento.

Decidieron que fuera el P. Juan Carlos a hablar con él, porque era conocido suyo, para ver si quería hacer la Caridad, tanto más, cuanto que había estado en San Pantaleón a pedir el Bonete del P. José de la Madre de Dios, porque estaba enfermo el Cardenal Mazarino, dominico, y pidiera al Señor le devolviera la salud. A hacer esta gestión fue enviado por P. Castilla, Superior, el P. José [Toni] de la Purificación.

El P. Juan Carlos fue en compañía del P. Buenaventura [Catalucci] de Santa María Magdalena a buscar al P. Aquaviva. Se lo pidió, pero él se excusó, diciendo que no podía satisfacer su deseo de hacer este panegírico, porque estaba asistiendo en su enfermedad al Cardenal Mazarino; que, para hacer una cosa buena, sería mejor pedírselo al P. Buonpiani, jesuita, lo haría mejor que él, y él mismo se lo diría.

El P. Juan Carlos se lo agradeció, pero le dijo que no querían acudir a los jesuitas, por muchas y buenas razones.

El P. Buenaventura propuso que sería bueno el P. Fray Jacinto de San Vicente, carmelita descalzo, que era paisano y conocido suyo.

El P. Aquaviva le dijo que el P. Jacinto era un magnífico Predicador, y, si aceptaba lo haría muy bien, por ser uno de los mejores predicadores de Roma.

El P. Buenaventura y el P. Juan Carlos fueron a la Madonna della Vittoria, hablaron con el P. Jacinto, que aceptó gustoso hacer la oración fúnebre. Pidió que le proporcionaran algún escrito sobre lo que debía tratar, y con mucho gusto haría lo poco que pudiera.

Los dos Padres volvieron a Casa, y decidieron hablar secretamente con el P. Vicente [Berro] de la Concepción, que había sido Secretario del P. Fundador, y podía saber muchas cosas de su vida; que lo escribiera todo, él mismo fuera a hablar con él de viva voz, y le llevara el escrito; que es como mejor podía salir, sin ningún problema, porque quizá alguno hubiera querido hacerla, sin conseguir lo que se deseaba.

Hablaron al P. Vicente, accedió a la propuesta, y se lo llevó al P. Jacinto, junto con el P. Juan Carlos. Fueron precisamente doce día antes, y le dijeron el día en que se debía hacer, “para preparar todo como se debe”.

Los Padres tuvieron una Congregación para ver la manera de conmemorar aquel Trigésimo día en honor de nuestro Padre, pues el Cardenal Ginetti, nuestro Protector, ya había aceptado que hiciera la oración fúnebre el P. Fray Jacinto de San Vicente, carmelita descalzo de Santa Teresa, que estaba de Comunidad en la Madonna della Vittoria, que ya había recibido los escritos necesarios por orden del mismo Señor Cardenal, tal como le habían comunicado el P. Vicente y el P. Juan Carlos; Su Eminencia aceptó la elección de este Padre, a fin de que ningún envidioso creara ninguna disensión, “pues en la Comunidades no falta quien contradiga”.

Se determinó que el P. Francisco [Baldi] de la Anunciación buscara a los Músicos amigos suyos, para cantar la Misa, y él se ofreció a traer los mejores Músicos de la Capilla del Papa, como hizo; que el P. Buenaventura de santa María Magdalena, como Procurador, buscara las Ceras; el P. Ángel [Morelli] de Santo Domingo, como Arquitecto, hiciera el Catafalco de Pobres; el P. Vicente de la Concepción, y el P. Juan Carlos hicieran la invitación, y éste último atendiera a la Sacristía; y que todos los demás que tuvieran Amigos Religiosos los invitaran, a excepción de los Padres jesuitas; y que vinieran todos los Padres y Hermanos, tanto los del Noviciado, como los del Colegio Nazareno, con los Colegiales.

Cinco días antes de la celebración, volvió el P. Vicente adonde el P. Fray Jacinto, para ver si todo estaba en orden, y todo dispuesto. Le respondió que para el miércoles por la mañana del 27 de septiembre vendría.

Se invitó a muchos Prelados, Religiosos, Caballeros, y a otros Amigos conocidos.

Se prepararon con luto sólo seis pilastras de la Iglesia, y el altar mayor; y, en medio, un Catafalco pobre, pero curioso, con unas pocas composiciones sobre las virtudes de nuestro P. Fundador.

Por la mañana, mientras se decían las misas ordinarias, llegaron los Padres descalzos de Santa Teresa, del Convento de Santa María della Vittoria, de parte del P. Fray Jacinto, diciendo que, por amor de Dios, lo excusáramos, porque no podía venir, pues había sido atacado por dolores de Cálculos, que no le dejaban respirar; que procuráramos trasladar la función a otro día, porque era imposible que él pudiera venir.

Los Padres quedaron confusos; tanto más, cuanto que ya se sabía por toda Roma que el P. Fray Jacinto hacía la oración, y, por ser hombre famoso en la predicación, y hacer Panegíricos improvisados, todos querían escucharlo, sobre todo los Padres dominicos, teatinos, barnabitas, somascos; y todas las Órdenes de San Francisco, los Padres de Araceli, y, en particular, el P. Cavelli, que en esta materia de panegíricos era el principal que había en Roma, quien dijo al P. Vicente, cuando fue a invitarle, que se hubiera sentido ofendido si no hubiera sido invitado a escuchar al P. Fray Jacinto.

El P. Vicente tomó la decisión de ir personalmente, para intentar traerlo a toda costa. Pidió la carroza a la Madre del Cardenal Grimaldi, muy devota do P. José, que a veces se confesaba con él, y le apreciaba mucho; tanto que, cuando esta Señora estaba para morir, mandó robarle la escudilla donde se le daba la comida, porque quería tenerla para su devoción[Notas 6].

El P. Vicente montó en la carroza con un Compañero, se fue a la Madonna della Vittoria, dijo al Portero que quería decir una palabra al P. Jacinto, que era cosa de mucha importancia, y necesitaba hablarle él mismo.

El P. Portero le respondió que estaba paseando en el claustro de dentro, porque no podía estar en la cama, de los grandes dolores que le producían los cálculos; “tanto, que se arrastra por tierra como una víbora; por eso, es imposible que pueda ir a atenderlos; sin embargo, para darle gusto, vayamos donde él, que se lo contará todo”.

Cuando el P. Jacinto vio al P. Vicente fue a su encuentro, angustiado de dolor, y le dijo: -“Padre mío, excúseme, pero me siento mal; lo lamento mucho, porque lo he trabajado, y ahora me encuentro de tal manera que, por mis pecados, me han asaltado unos dolores de cálculos, que no me dejan respirar; desde ayer no han cesado un momento, y ahora los siento mayores que nunca. Hace cuatro días, los tuve tan grandes, cuando estaba revisando la oración fúnebre del P. José, que pensaba morir. Me arrodillé, dije el Padrenuestro y tres Avemarías al P. José, para que, como estaba trabajando por él, intercediera al Señor y se me pasaran estos dolores. De repente se me pasaron, y no sentí ningún dolor en tres días; pero ayer me volvieron de nuevo; se lo he vuelto a pedir muchas veces, y no ha querido escucharme”.

El P. Vicente le replicó que le había traído aposta una carroza, en la que, quizá, con los botes del camino, se le pasaría el dolor; que, por amor de Dios, procurara venir, que, aunque no se le pasaran, al menos, los que habían sido invitados se convencerían de que no habían sido engañados. -“Háganos este favor Su Paternidad, que nosotros tendremos una razón para decir que la causa han sido los dolores que le han sobrevenido repentinamente”. Tanto le dijo, que, al fin, se plegó, y fueron juntos adonde el Prior, a recibir la bendición. Subieron a la carroza, pero los dolores le iban aumentando cada vez más; así que, cuando llegó a san Pantaleón, parecía más muerto que vivo, y con dificultad subió la escalera para ir al Oratorio. Se puso a pasear poco a poco, y, mientras tanto, comenzó la Misa cantada, con la Iglesia llena ya de Prelados, Religiosos, Príncipes, Caballeros, y otras personas doctas, sabedoras de que el P. Jacinto iba a pronunciar la Oración Fúnebre.

Cuando llegó la hora, el P. Juan Carlos subió al Oratorio, y encontró al P. Jacinto, que apenas podía pasear, por los dolores, y le pidió que intentara venir, poco a poco, e hiciera lo que pudiera, que todos sabían que había venido, y no se encontraba muy bien, y todos lo compadecerían; y tenía fe que el Siervo de Dios le obtendría tal fuerza del Señor, que todo saldría bien, a la mayor gloria suya y de su Siervo.

Animado con estas palabras, el P. Jacinto dijo: -“Vamos, Dios lo quiera” Bajó a la Iglesia; pero todos lo vieron tan mal, que pensaban sería imposible pudiera conseguir pronunciar la Oración.

Se puso en pie sobre la grada del púlpito, y no sólo se le pasó completamente el dolor, sino que recobró la fuerza, y maravilló a todos, predicando con ímpetu, según el tema y las palabras que iba diciendo, como si nunca hubiera tenido ningún mal.

Testificó públicamente que había experimentado en su propia persona los efectos de la Santidad y virtud del P. José, que obtiene los favores de Dios, para quien quiere, cómo y cuándo le parece. Dijo cosas muy hermosas y curiosas, que se pueden ver en la oración fúnebre, que se publicó en Varsovia.

Cuando llegó la descripción de las persecuciones, dijo que el P. José las había sufrido y soportado con tanta paciencia, que Dios le había purificado, como oro en el crisol, y luego lo había glorificado en el Cielo, tal como se ha podido ver en los signos de la tierra; y, por el contrario, no dejó sin castigo a los perseguidores, de manera bien visible, con la lepra.

Al oír esta palabra de lepra, hubo un apasionado que le mandó callar[Notas 7]. Y es que había sido Compañero y fautor de aquéllos miserables, que murieron de aquella manera. Dijo no estaba bien tocar la reputación de los muertos, y podía ser acusado de hacerlo. El P. Juan Carlos, que estaba sentado delante de aquel Padre, al oír estas palabras, le replicó: -“Al contrario, esto lo ha hecho para demostrar la Inocencia del Justo glorificado por Dios, como él mismo ha dicho, así como la iniquidad y la malicia del pecado, castigado por Dios con la lepra”. Al lado del P. Juan Carlos estaba sentado D. Apio Conti, Duque de Poli, que, para evitar algún contratiempo, dijo que aquél no era lugar para disputar sobre aquella cuestión; que aquel hombre tan insigne no debía callarlo. –“Ha hablado muy bien, y no tiene por qué defender a quien ha hecho tanto daño a la Orden”. Y se maravillaba de que aquél, al descubrir en público sus pasiones, no supiera ocultarlas. Quedó tan avergonzado, que ni siquiera se atrevió a girar la cara hacia el Duque. En cambio el auditorio quedó tan satisfecho de la Oración que hizo el P. Jacinto, que le pidieron la imprimiera. Uno de ellos era D. Apio Conti, el mismo Duque de Poli, que en aquel momento residía en Roma, como Embajador de obediencia, enviado por el Duque de Parma ante el Papa Inocencio X.

Prepararon la carroza para volver al P. Jacinto a la Madonna della Vittoria, pero no quiso entrar en ella de ninguna manera, sino quiso ir a pie, con su Compañero, aunque sus Padres, que habían venido a escucharlo, se lo aconsejaban. Les respondió que estaba bien, que ya no tenía dolores, y reconocía haber recibido la gracia por intercesión del P. José, a quien se habían encomendado con viva fe al subir al púlpito, y que este hecho merecía un panegírico aparte; que tenía intención de contarlo con más amplitud, pero debía tener en cuenta los tiempos que corrían, por no saber si se lo admitirían, “pero, si Dios quiere, se conocerá toda la verdad”.

Nuestros Padres dieron las gracias al P. Jacinto por el trabajo que había hecho, y le prometieron darle una copia de la Oración, “para que se conserve memoria suya”.

Les respondió que era él quien se lo tenía que agradecer a los Padres, que lo habían honrado, y le habían dado a conocer a un Siervo de Dios tan grande; y les pidió le dieran alguna cosa de él, que quería tenerla como Reliquia de Santo. Y, en cuanto a la copia, se la daría con gusto, pero que, si se publicaba, no quería se pusiera su nombre, sino el pseudónimo de otro.

El P. Vicente le trajo un pañito que había sido impregnado en la sangre del P. José, que recibió con grandísima devoción. El P. Juan Carlos le dio también una Corona del Señor, que solía rezar el P. José, y una medalla que quería mucho; y él les dio la copia de la Oración, con mucha satisfacción.

El año 1649 el P. Juan Carlos de Santa Bárbara envió una copia de esta Oración al P. Onofre [Conti] del Smo. Sacramento, que estaba en Varsovia, y allí mandó imprimirla al Impresor Real, como se puede ver.

Deo gratias.

Notas

  1. En realidad se llamaba P. Domingo [Ruzala] de Jesús María.
  2. Esta relación de la caja de castaño y de plomo para sepultar al P. Fundador, ya la narra el mismo Padre Caputi, en los entre los Números 390-397.
  3. Éste Milagro, como otros, ya los ha contado anteriormente el P. Caputi, en los datos esenciales. Ver n. 398.
  4. Esta conmemoración de los 30 días después de la muerte del P. José, nuestro Fundador, ya la ha contado el P. Caputi, a partir del n. 474.
  5. Sobre esta oración fúnebre del Fray Jacinto de San Vicente, carmelita, ver anteriormente los nn. 476-477.
  6. Una nota al margen dice que quien le quitó la escudilla fue el P. José [Pennazzi] de San Eustaquio.
  7. Dice una nota al margen del folio: -“Fue el P. Nicolás Gavotti del Smo. Rosario”..