ChiaraVida/Cap32
Cap. 32. De muchas cosas que predijo antes de su muerte el venerable Padre José de la Madre de Dios
Este siervo de Dios fue también dotado admirablemente con el don de profecía, y parecía saber todo lo que iba a ocurrir por la iluminación del Espíritu Santo que asistía a su alma, por cuanto se ha podido saber de los que trataron con él, que afirman que conocía por dentro el estado de la gente mejor que otros ven en las personas con la vista de los ojos, por lo que se puede demostrar de las consecuencias que se han podido saber, y otras cosas se callan para ser observadas en el tiempo en que ocurrirán.
Pasando por Narni el Papa Gregorio XV de gloriosa memoria cuando aún era cardenal de la Santa Iglesia, se encontraba entonces el venerable siervo de Dios en aquella ciudad por orden de Su Santidad Pablo V, escribiendo nuestras Constituciones, y fue a recibir a este eminentísimo, que gozó los días que se detuvo allí, con mucha satisfacción suya y contento del siervo de Dios. Cuando se iba a Roma, a donde acudía al conclave para la elección del Sumo Pontífice, le dijo el Padre José que él sería elegido vicario de Cristo, y con su benignidad favorecería a su instituto, y lo elevaría del estado de congregación al de orden religiosa, aprobando sus constituciones, y le concedería muchas gracias y privilegios. Ocurrió exactamente como lo había dicho el Padre; y hecho Sumo Pontífice, acordándose de lo que le había predicho el siervo de Dios, quiso darle el capelo rojo y hacerlo cardenal. El Padre Prefecto de las Escuelas Pías le supo convencer para que el Papa no quisiera contradecir sus humildes sentimientos, y sólo llevó a cabo lo demás que había dicho de convertir la congregación en orden, con la aprobación de las constituciones y lo demás que hemos dicho le había presagiado.
Dos de nuestros religiosos se sirvieron de la intercesión y mediación de algunos señores cardenales para que el Padre fundador les permitiese ir a Génova su patria, lo que él les había negado, y les permitió después de la insistencia de aquellos señores. Los cuales partieron de Roma, y el día que llegaron a Génova el padre rector de aquella comunidad recibió por el correo una carta del Padre General en la que le decía: “Llegan a Génova tales religiosos nuestros, pero morirán ahí por propia voluntad, por no haber sabido obedecer”. Leyó la carta el rector al mismo tiempo que uno estaba ya muriendo con el estupor de todos. Y el otro enfermó, y habiendo oído aquello, tuvo algo de tiempo por piedad de Dios para prepararse, y también murió.
Fue a Roma un sacerdote de la ciudad de Srapani en Sicilia para conseguir cierta dignidad en su patria, y mientras trataba el asunto recibió una carta de su tierra avisándole de graves accidentes que ponían a su hermano en muchas dificultades, a riesgo de perder sus propiedades, con lo que se llenó de preocupación, y por temor se disponía a volver lo más pronto posible, sin preocuparse de la dignidad que esperaba. Pero algunos confidentes suyos le aconsejaron que no tomase ninguna decisión antes de ir a San Pantaleo a hablar con el P. General de las Escuelas Pías y hacerle saber lo que le ocurría, encomendándose a sus oraciones, y siguiendo lo que él le dijera. Así hizo, presentándole sus aflicciones, y preguntándole si le convenía más irse. Le escuchó el Padre, y una vez enterado le dijo: “No se vaya; siga en Roma con su asunto, que pronto será consolado con otras buenas noticias que recibirá diciéndole que se han arreglado las cosas, y no tenga temor alguno”. Hizo caso a lo que le dijo el Padre, y con el primer correo recibió una carta llena de consuelo. Y después de obtener lo que deseaba, se fue de Roma a su tierra, donde muchos años después, yendo algunos de los nuestros por devoción propia a visitar a la Madre Santísima, sus sobrinos oyeron decir a gente de su pueblo que habían llegado unos padres de la Orden de las Escuelas Pías, por lo que inmediatamente fueron a recibirlos y hacerles todo tipo de cumplimiento, y les contaron lo que se cita más arriba, que se lo había contado su tío arcipreste, quien siempre decía que el venerable Padre fundador era un gran siervo de Dios.
Después de la muerte del Sumo Pontífice Urbano VIII, mientras los señores cardenales estaban en conclave para elegir su sucesor, algunos de los nuestros contaron lo que se decía por Roma al Padre sobre que tal cardenal ya había sido elegido Papa. Entonces el buen viejo dijo: “No será así, sino que harán Papa a Pamfili”, y otras cosas que se callan por conveniencia, y después de algunos días se oyó que este había sido promovido, exactamente como lo había dicho el Padre.
El Emmº. Cardenal Fachinetti, hablando conmigo después de la muerte del Papa Clemente IX de feliz memoria, alabó mucho la bondad de nuestro venerable Padre fundador, y añadió cómo siendo el prelado le había predicho que sería cardenal, y lo mismo se lo pronosticó a muchos.
Un sacerdote que fue de los nuestros, encontrándose en Roma fue a pedir la bendición del Padre, pues estaba para ir a Poli, ya que iba a pedírselo al vicario general, del que sabía con seguridad que no lo quería en Roma. El venerable Padre le dijo: “En buena hora, no vaya a Poli, pues allí enfermará peligrosamente, con lo cual se verá obligado a volver a Roma, y ya no me encontrará. Hijo, crea que no está firme en su vocación, y dejará la Orden, y se verá hecho seglar”. Él le respondió: “Padre, no se me ocurren esas ideas”. Añadió el buen viejo: “Usted no lo sabe, pero ocurrirá así”. Este padre se fue Poli, donde enfermó con peligro de muerte. Cuando estuvo en condiciones de viajar, volvió a Roma, y el Padre ya se había ido al paraíso. Luego se fue de Roma a Palermo, y pasados algunos meses dejó el hábito de la Orden, y así me lo ha referido el mismo, que se llama D. Domingo Emanuele.
En el año 1641 en Fanano, en el ducado de Módena, había un enfermo en nuestra casa llamado hermano Francisco de San Peregrino, al cual, cansado ya de su larga enfermedad, le vino la idea de escribir a nuestro Padre lo duro que le resultaba seguir en el mundo en medio de las angustias de aquella enfermedad, y que si creía que era voluntad de Dios que se muriese, que su paternidad le diera su bendición, y después de recibirla se moriría de buena gana. Le escribió, pues, y envió otra carta del mismo tenor a su hermano llamado P. Peregrino de San Francisco, que estaba en Roma, para que le hiciese el favor de ir a ver al Padre general con lo que le pedía. El venerable Padre, después de recibir la carta y escuchar al P. Peregrino, dijo que después de ver su disposición pronta a la voluntad divina, y considerando que su vida en este mundo era miserable, le parecía mejor que muriera para ir a gozar de Dios, pero que tuviera buen ánimo, y con su bendición se fuera en buena hora al cielo, y le escribió en el mismo sentido que el otro. Partió el que llevaba las cartas, y al llegar a Módena se entretuvo allí por asuntos personales por espacio de dos meses. Y yendo por casualidad allí uno de Fanano que conocía a los padres, el otro le pidió que cuando volviera al país les entregara las cartas. Pero cuando volvió este, se quedó en un lugar suyo que estaba a milla y media de Fanano, y se le olvidó enviárselas. Y como dejó decir que tenía cartas de los padres de Roma para los nuestros, estos se enteraron y fueron a buscarlas, y vueltos a casa hacia las dos de la noche, le leyeron las cartas al enfermo, quien oyendo lo que le decía nuestro Padre, con toda alegría y conformidad pidió al padre rector los santísimos sacramentos de la Iglesia, y hacia el amanecer se fue a gozar de Dios, con admiración de todos en casa.
No quiero pasar en silencio lo que me ocurrió a mí cuando estaba en el primer año del noviciado en Palermo, en lo que parece que este siervo de Dios sabía mucho antes por revelación del Señor todo lo que le iba a ocurrir a su persona en esta vida mortal, y todos sus accidentes y sufrimientos y persecuciones que iban a sufrir él y la Orden por obra del Demonio, para hacerlo conforme y firme en su divino querer, y que nunca su Divina Majestad le iba a abandonar, de modo que conocía el tiempo, las cosas, las personas y la manera como iba a ocurrir todo, lo bueno y lo malo, a la Orden; lo veía en Dios, en quien reconocía su ayuda y favor admirables para mantenerlos a él y a su instituto. Por lo que recuerdo de haber oído contar mucho antes a algunos de los nuestros con asombro cómo habían oído decir al Padre muchas cosas sobre esto, entre otras: “Oh, cuántos apuros ha de pasar la pobre Orden; será puesta en la balanza y estará a punto de caer, pero todas las cosas terminarán y Dios la hará crecer hasta el fin del mundo”. Aquellos que lo contaron se lo oyeron decir, y cuando sucedió creyeron que el Padre lo sabía desde mucho antes. Volvamos ahora a lo nuestro. Así, pues, siendo yo novicio, envió una orden el Padre para que todos los novicios de aquella casa fueran enviados a Roma. Y así se hizo, pero a mí y a otros no nos envió el padre provincial, y como yo tenía un gran deseo de conocer y ver a mi Padre fundador, cosa que yo consideraba un gran favor, como si hubiera visto a Santo Domingo o a San Francisco en mis días, quedé un tanto frustrado. Un año después, no sé con qué ocasión, tenía que escribir al Padre en 1640, y en aquella ocasión con la debida prudencia, le mostré mi sentimiento y disgusto por no haber podido ir con los que fueron a Roma. El Padre venerable me respondió con su benignidad, y con respecto al particular que le había insinuado, me escribió las siguientes palabras: “Habíamos dado la orden de que todos los novicios de aquella casa de Palermo fueran enviados a Roma; el Provincial nos dijo que su persona y su servicios eran necesarios en aquella casa. Llegará un día en el que como otro Abraham saldrá de su patria “al frente de mucha gente”, a donde Dios le llama para bien de la Orden, como ocurrirá. De momento quede conforme con el divino querer, de quien debemos reconocer todo, y que Dios le bendiga”.
Esas son las palabras que me escribió el Padre. Yo no pude entender nada, ni entonces ni más tarde. A pesar de que luego, ya profeso, me escribió otras veces el Padre, observando siempre aquel afecto y manera que usaba conmigo, más bien me dejaban confundido que otra cosa, conociendo mi poco mérito, En 1664 ocurrió que yo tuve que ir a Roma por el oficio que tenía en la provincia de Sicilia, y de aquella ciudad por razones del cargo que me dieron[Notas 1] me tuve que transferir a Florencia, y estando allí fui a presentar mis respetos a la alteza serenísima del Gran Duque Fernando de Toscana, y a su hijo el príncipe Cosme, que reina hoy, con el hermano del Gran Duque, Leopoldo, que luego fue cardenal de la Santa Iglesia. Vi a estas altezas llenas de piedad y gran afecto hacia nuestro instituto, el cual profesa infinito agradecimiento y el deber de reconocimiento, y ruega siempre a Dios por la persona del Gran Duque por muchos años, y pide la suma felicidad y grandeza de su Estado, pues además de habernos protegido ante Su Santidad Alejandro VII, todavía hicieron más, pues a mis ruegos el Serenísimo Gran Duque Fernando con su hermano el cardenal Leopoldo instaron ante Su Santidad Clemente IX de eterna memoria, y lograron la reintegración de nuestra Orden al estado de que goza ahora, con la confirmación de todos los privilegios y gracias que se contienen en aquel Breve que se publicó el 23 de octubre del año 1669 de nuestra salvación.
Y ya que hemos mencionado a un Vicario de Cristo Nuestro Señor tan clementísimo, no me parece fuera de propósito el contar lo que su suma bondad se dignó decirme de nuestro venerable Padre fundador, lo cual es una prueba de la opinión y alta estima en la que Su Santidad le tenía, a quien yendo yo a besarle los pies y presentar la instancia debida para suplicarle la dispensa del tiempo para formarse el proceso de la vida del venerable Padre para su beatificación y para la restauración de la congregación en el estado de orden y por otras particularidades en beneficio de la misma, llevado ya por el favor y la protección de aquellas altezas serenísimas, por cuanto con toda eficacia ya ellos habían dispuesto por su agente, el señor conde Monte Augusti, con sus cartas, y entre otras cosas me dijo Su Santidad: “Creemos deberá usted saber cómo siendo nosotros prelado fuimos visitador de su congregación, y habiendo ido una vez a San Pantaleo a tal efecto, buscamos al buen viejo, gran siervo de Dios y verdadero siervo del Señor, y no aparecía; al final lo encontramos con la escoba en la mano, barriendo una clase, de lo que todos nos quedamos extraordinariamente admirados por una humildad tan grande, y entre nosotros dijimos que era nuestro deber ayudar en lo que pudiéramos a una obra tan santa, y a un siervo de Dios tan digno. Ahora que nos sentamos en la cátedra de San Pedro, ¿no quiere que pongamos en práctica un propósito tan santo? Padre General, todo lo que pida se lo concederemos, y alégrese, que su persona tiene mucho crédito en la Santa Sede Apostólica, y el tiempo se lo hará conocer”.
Después que saliera el Breve reduciendo la Orden a congregación, fueron muchos los que, sin haber dejado el mundo con su afecto, fueron víctimas infelices del engaño, con el cual en pocos días vieron el final de su engaño en el propio morir en vano; entre ellos hubo dos de los nuestros en Mesina, nacidos en aquella ciudad, que renegaron de su estado en la Orden y el servicio de Dios para disfrutar del mundo que habían dejado antes, los cuales ocasionaron a aquella pobre casa muchos daños por el mal gobierno ejercido por uno de ellos, que sólo pensaba en vivir cómodamente en el siglo, de modo que a los de aquella comunidad no les dejó ni lo necesario para vivir el día en que se fue. Fue enviado a Roma como rector de aquella casa por aquel visitador y vicario general que promulgaron el segundo breve, con su fin diseñado para abolir en aquella ciudad el instituto con su ejemplo y obra, y con una intención tan malvada, habiendo hecho poco caso de los avisos paternos recibidos de nuestro Padre fundador con cartas suyas que yo había leído mientras me encontraba allí en medio de aquellos problemas, y en ellas le hacía saber la miseria en la que caería, como ocurrió al final, viéndose aborrecido por todos aquellos buenos y sinceros religiosos contrapuestos a su abominable modo de vivir y a su torcida intención. Los dejó en medio de una gran angustia, pero todos ellos eran fuertes y constantes en la divina esperanza, contando con el apoyo de Dios y la ayuda de la Virgen Santísima, y decidieron mientras tanto organizarse de manera satisfactoria y conservarse y mantenerse de manera ejemplar, como consecuencia de la auténtica caridad y unión que había entre ellos para servir a Dios. Ahora bien, aquella misma mañana vino a nuestra casa una persona que pidió al portero que llamara al religioso que estaba encargado de procurar lo necesario para la comida. Le replicó el portero si quería ver al superior. Él respondió que no, sino al que tenía asignado el oficio mencionado. El portero le refirió al superior la petición de aquel señor, añadiendo que no lo había visto nunca en Mesina, de lo que todos los padres se quedaron asombrados, porque estaban aún tratando sobre la manera de organizar la casa, y ya aquel padre se había ofrecido y comprometido para encargarse de lo necesario para la comida, y a sugerencia suya el superior ya había enviado a comprar a crédito lo que necesitaban en la cocina para aquel día. Así que aquel religioso bajó a la portería, y al verle aquel señor se le acercó con gran amabilidad y cortesía y le dijo: “Padre, no dude, tenga fe, porque el Señor no les abandonará. Por ahora tome esto, y sírvase para sus necesidades actuales, y aún les traerán más dinero, pues Dios no les abandona nunca”. Dicho esto se despidió del religioso con gran estupor de este. Queriendo darle las gracias y acompañarlo, ya no lo vio más, y el portero, que estaba atento junto a la puerta, tampoco lo vio desaparecer por la calle. Subió aquel arriba, y contó a los padres lo que le había ocurrido, y que le había dado cuatro escudos, y las palabras que le dijo, y todos entendieron que había sido uno enviado por Dios. Al cabo de pocos días le entregaron al mismo padre 50 escudos. Pasado el tiempo, este religioso al que se le había quedado grabada la imagen de aquel, habiendo visto en Roma un retrato de nuestro venerable Padre fundador, se dio cuenta de que se le parecía completamente, y bien se puede creer que Dios incluso cuando aún vivía le manifestaba el estado de las casas y de los suyos de la Orden, y se complacía de favorecerlo en servirse de ello en ayuda de aquellos, lo que claramente se ve y se conoce por lo que escribía en particular a sus hijos que parecía saber cómo estaban, especialmente en los tiempos de las persecuciones, dándoles ánimo y haciéndoles llegar aquello de que tenían necesidad y exhortando a todos a que no dudaran, porque cesarían aquellas tribulaciones y contrariedades, como puede comprobarse en las cartas que escribió y se conservan hoy.
Enviaron luego de Roma otro de su intención a aquella casa, en la que con toda doblez y engaños comenzó a sembrar lo que tenía dentro, y con sagacidad y mala intención con el doble juego de su maldad, dándose cuenta de que sería más fácil emplear el fuego para refrescar el agua, fue obligado a marcharse a Palermo, donde pensó que podría llevar a cabo su plan. Pero le ocurrió lo mismo, y se descubrió que no tenía ningún respeto por Dios ni por la Orden. Se dieron cuenta de que el presuntuoso era un montón de mentiras, y un nublado de engaños, y se tuvo que volver con una sola conquista a donde había sido enviado, para llevar a cabo en su persona lo que no pudo conseguir en los otros. Pudo, pues, ser aceptado por uno que creyó todo lo que le contó con su natural simplicidad, y le convenció de que las cosas de la Orden no se arreglaban porque nuestro Padre fundador no quería, y así seguíamos. Este padre Tomás escribió al siervo de Dios quejándose y con resentimiento, considerándolo culpable, pues por él yacía deprimida la pobre Orden. El Padre venerable con su acostumbrada bondad le respondió. Entre otras cosas le dijo: “Dentro de dos años nos veremos con los que nos culpan ante el rostro de Dios, y se sabrá la verdad, que por mí no hay culpa”. Y así fue, pues después de escribir la carta con que le respondió, muertos ya los que habían afligido a la Orden, el venerable Padre se fue al cielo, que ya lo sabía de antemano como todo, dos años más tarde.
El padre José Manzi de los padres de la Vallicella de Roma, hijo muy digno de San Felipe de Neri por su bondad de vida y profesión de letras, me contó que cuando regía la Santa Iglesia Urbano VIII de feliz memoria, en los días en los que los soldados del Duque de Parma invadieron con la caballería el estado de la Santa Iglesia, trayendo mucho daño a los terrenos en los que aquellos padres del Oratorio tenían algunas posesiones, y estaban preocupados sobre las consecuencias que su congregación iba a sufrir por aquella guerra, de la cual se decía que no se sabía cómo iba a terminar, y entre otras cosas se comentaba el temor que todos tenían a causa de las palabras que dejó escritas el abad Joaquín, que eran “El dragón hablará, abejas”. Entonces el buen viejo con su aspecto alegre le dijo: “Eh, padre, no dude, que dentro de poco se arreglarán las cosas, pues no es ese el dragón de que habla el abad. Esperemos a ver lo que Dios quiere”. Y porque el siervo de Dios siguió explicándole más sobre el asunto, y sobre otras materias provechosas diversas, dijo el padre Manzi: “Me quedé pensando en lo que había dicho vuestro Padre fundador, y después de unos días se calmaron aquellas turbulencias, y me acordé de cómo había acertado el siervo de Dios, quedando yo más convencido del concepto en que le tenía; y cuando después ocurrió que pasó a mejor vida el Sumo Pontífice Urbano VIII el día de Santa Marta, me quedé totalmente estupefacto”[Notas 2]. Y añadió: “El Padre fundador de las Escuelas Pías es un gran santo, y por tal yo lo proclamo ahora con más verdad a todos, diciendo que está en el paraíso, por las maravillas y milagros con que Dios lo glorifica en el mundo”.
El señor Francisco Biscia quiso ir a entretenerse en una casa de campo suya, con disgusto de la señora marquesa doña Laurea Cayetana Colonna, la cual confió su sentimiento a nuestro Padre general, preguntándole su parecer. El Padre, enterado sobre lo que ella pensaba, suspiró y dijo: “Pobre señor; va huyendo de la muerte. Si va, ya no volverá”. El señor Francisco quiso irse, y al cabo de unos días murió de improviso en Mazano. Monseñor Bernardino Biscia de la misma familia estaba en los últimos días de su vida y los médicos ya lo habían desahuciado, así que sus señores parientes ya estaban preparando las cosas necesarias para su funeral. Nuestro venerable Padre fue a visitarlo cuando se encontraba ya en una situación extrema. Lo llamó por su nombre el Padre, y le dijo: “No dude, porque no morirá”. El moribundo al oír su voz comenzó a respirar mejor, y al cabo de pocos días fue a presentar sus respetos a los padres gozando de buena salud, y agradeciéndole la ayuda que le había prestado ante Dios con sus oraciones.
El señor Tomás Cocchetti habló con el venerable Padre acerca de un asunto de su hijo, pues pensaba meterlo en el colegio de los Salviati, pero encontraba enormes dificultades por parte de los eminentísimos señores cardenales, por lo que estaba decidido a ofrecer 40 escudos al año para entrar al colegio. El padre le dijo: “No lo haga; vaya más bien a ver al Sr. Cardenal Filomardi, que este señor le obtendrá la dispensa de nuestro señor Pablo V”. Fue este rápidamente a ver al eminentísimo que le había dicho el Padre, y él hizo como le había dicho el Padre, y dijo para sí “este siervo de Dios tiene mucho poder ante su Divina Majestad, y sabe todo lo que va a ocurrir”.
Se escribió como cosa cierta de la arriba citada señora marquesa Laurea que nunca el Padre le aseguró algo que no ocurriera tal como él se lo anunciaba, y estando una vez muy preocupada por que su hijo Francisco María Biscia podría morir en la guerra a la que había ido, se lo dijo al venerable Padre, y él le respondió: “No tema, que no morirá allí; volverá a casa y terminarán en ella sus días”. Volvió de la guerra a casa el mencionado hijo, y enfermando después de algunos años murió como lo había predicho el Padre José.
El ilustrísimo y reverendísimo Mateo Judiski, polaco, afirma que en el mes de mayo de 1635, habiendo venido a Roma en compañía del Emmº. Sr. Cristóbal Zvivisti, señor de Posnania y senador del reino de Polonia, de unos 80 años, para curarse este de una enfermedad grave, habiendo oído hablar de la bondad de vida laudable del Padre José de las Escuelas Pías a sus religiosos de Nikolsburg, tenía ganas de verlo, pero por su debilidad se detuvo en la santa casa de Loreto, y rogó al señor Mateo que fuera a cumplir ese cometido con el siervo de Dios. Llegado el arcediano Sr. Mateo a Roma, fue a ver a nuestro Padre general con mucho consuelo suyo. Viendo cuánta bondad había en el siervo de Dios concibió esperanza con respecto a lo que deseaba para la salud del senador y otras particularidades, por lo que se lo expuso para que él obtuviera de Dios con sus oraciones la salud de aquel. El Padre le dijo que él era uno de los pecadores más grandes del mundo. Fue otras tres veces a suplicarle con otros señores nobles de su país. Por fin al cuarto día le dijo que rogaría por él al Señor con los de su Orden. Y añadió al respecto: “Nosotros, aunque pobres pecadores, hemos orado al Señor por lo que Él quiera para el señor Cristóbal. Y a su Divina Majestad le ha agradado escuchar nuestras plegarias, y le aseguro de parte de Dios, que nunca abandona a quien confía en Él, que el Sr. Cristóbal ya no está enfermo, sino curado; y no se encuentra ya en la santa casa de la Virgen de Loreto, sino en Bolonia, y allí le espera. En cuanto a lo segundo, de igual modo la bondad de Nuestro Señor Jesucristo nos ha consolado, y podrá decirle que antes de que llegue a Polonia tendrá noticias de un hijo varón que Dios va a darle a la mujer de su hijo, y si tiene su santo temor, le aseguro que tendrá un segundo y quizás un tercero (que era la otra cosa que él le había pedido, ya que dicho señor de gran nobleza no tenía herederos de su hijo)”. Con esta respuesta el Sr. Mateo quedó muy contento, y tres días más tarde se fue de Roma hacia Florencia, y llegado a Bolonia encontró al señor Cristóbal, sano con gran sorpresa y contento suyo, y cuando le contó todo lo que le había dicho el Padre, dieron gracias a Dios con esperanza porque había acertado todo, y así alegres y sanos se fueron a Venecia, y después a Padua, donde se entretuvieron hasta septiembre, esperando que hiciera fresco, y estando allí al poco tiempo les llegaron noticias de Polonia, acerca del nacimiento de un hijo varón del Sr. Andrés, hijo del Sr. Cristóbal. Cuando se enteraron, no se puede imaginar su gozo, y el concepto acerca de la santidad del P. José. Se fueron inmediatamente a la iglesia de San Antonio de Padua y dieron las debidas gracias a Dios por su siervo, y dijo el señor Cristóbal: “Este padre José es un gran siervo de Dios, y yo quiero introducir cueste lo que cueste su Orden en mi ciudad”. Cuando llegaron a Polonia, unos años más tarde tuvo el Sr. Andrés un segundo hijo varón, y después el tercero, como había dicho el Padre fundador, aunque este fue póstumo, pues el Sr. Andrés murió y dejó a su esposa embarazada, lo cual sucedió todo tal como lo había anunciado el siervo de Dios, por lo que se puede ver.
El mismo señor Mateo afirma que estando en Roma con gran temor de que su obispo Ladislao Matías Lubienski, anciano ya de setenta años se le muriese y no pudiera verlo más, le comentó al Padre su temor y su tristeza, y él le respondió que no dudase, y acertó al decirle que se encontraba bien y que llegaría a los 80 años, añadiendo que sería un gran prelado de la Iglesia de Dios, y que era un buen siervo de Dios, como ciertamente lo era. Y en las tres cosas que le dijo se comprobó el espíritu de profecía del P. José de manera admirable, aunque él no conocía ni había visto jamás al obispo, mientras que sí que le conocía el otro siendo su archidiácono, y le había servido por espacio de 24 años, y además era su vicario general, y había recibido de él otros oficios y beneficios eclesiales. Poco después el obispo fue hecho arzobispo de Gniezno, que es la sede primada del reino, y en aquella dignidad cumplió los 80 años, y murió. Por lo que a tal efecto llevaba puesta la coraza y vino a Roma a tratar con el Padre general de parte del Gran Canciller para establecer la Orden en Polonia a instancia de su Rey, ofreciendo su majestad la erección de seis casa de las Escuelas Pías en seis ciudades de su reino. El Padre respondió que no era entonces el tiempo de satisfacerle, por no tener sujetos. En esta ocasión añadió el mencionado que hablando con el Padre quiso saber cómo había fundado aquel instituto. Le dijo el siervo de Dios que habiendo visto en Roma muchos niños pobres que no recibían buena educación a causa de su pobreza o por el abandono de sus padres, meditando en las palabras del salmo en el que se dice “el desvalido se abandona a ti, tú socorres al huérfano”[Notas 3], le parecía que Dios le dirigía a él aquella sentencia. Así comenzó poco apoco a reunirlos e instruirlos en las cosas de la fe, y después se dispuso a hacer escuela con la finalidad de encaminar a los niños al conocimiento y santo temor de Dios. Pareciéndole entonces al otro que a causa de la pobreza del instituto, en la gran pobreza que profesaban, no podrían salir adelante, se lo dijo, a lo que él respondió que no se trataba de disponer de la providencia divina, sino más bien de confiar en ella, de cuya bondad reconocía venir tantos efectos. Y en particular le contó que una mañana, estando con los suyos en la mesa con muy poca comida, que casi no había nada, vieron venir a la puerta personas que traían comestibles, que entregaron al portero, y se fueron, y los padres pudieron comer los suficiente.
Uno de nuestra Orden, llamado padre Diomedes, deseaba ir a Nápoles el año 1635, y el Padre general le negó el permiso. Él pidió la mediación de un Emmº. Sr. Cardenal. El Padre, al recibir la orden de aquel príncipe hizo venir al religioso y le dijo: “Usted quiere ir a Nápoles por dar gusto a su padre y a su madre, pero no será así. Ahora, vaya”. Se fue él, y tres meses después de llegar a Nápoles pasó a mejor vida. Lo mismo ocurrió a otro llamado P. Juan Bautista en 1645, el cual estaba obstinado en querer dejar la Orden con el pretexto de ayudar a sus hermanas. El Padre intentó disuadirlo a no hacerlo, diciéndole que podría ayudarles mejor permaneciendo en la Orden, pues si estaba en el siglo no podría serles de ningún provecho. Dejó la Orden aquel, y se entregó a la vida licenciosa, con lo que más afligía que ayudaba a sus hermanas, y por fin después de dos años murió.
D. Juan Rosa, cortesano del Sr. Cardenal Cherubini, vino a nuestra casa de San Pantaleo y quería ver y conocer a nuestro Padre fundador. El hermano Eleuterio de la Madre de Dios se lo indicó mientras el Padre estaba en la iglesia, y aquel señor, llevando a parte al hermano, le dijo: “Este Padre de ustedes es un gran santo. Debe saber lo que me ocurrió a mí estando en Mesina. Estaba yo a punto de salir para Roma, y el P. Melchor de Todos los Santos que había llegado allí para fundar la casa de las Escuelas Pías, me dijo que quería darme una carta suya para que se la llevara al Padre general, pues le era de gran necesidad dadas las muchas dificultades que se presentaban para la fundación de la casa. Escribió aquel padre, y por medio de uno de sus religiosos envió la carta, y no encontrándome (dijo el señor Juan), se la entregó a un servidor mío. A la mañana siguiente, queriendo yo partir, y no habiéndome dado la carta el criado, le di la orden de que fuera a ver al padre Melchor para que le diera la carta, el criado dijo que el padre ya había enviado la carta, y que él la había dejado sobre la mesita. Yo la busqué, y por más que hice no pude encontrarla, aunque sí que encontré una carta dirigida al citado padre Melchor, y al verla decidí enviársela, considerando que el padre se habría equivocado enviando la que venía dirigida a él en lugar de la que debía escribir, y no fiándome mucho del servidor decidí ir yo mismo, cosa que hice. Cuando el padre abrió la carta, vio que era la respuesta a la que él había escrito la tarde anterior para que yo la llevase a Roma, de lo que quedamos estupefactos yo y el padre Melchor, y cuantos estaban por allí, y fueron al archivo del arzobispo, donde hicieron formar un proceso acerca de este hecho”.
Sebastián Previsano se había enfadado con su hermano, hasta el punto de que estaban a matarse por cuestión de intereses. Este encontró en Roma al Padre y le contó lo que ocurría en su enfrentamiento con el otro, y se encomendó a sus oraciones. El Padre con mucha amabilidad lo exhortó a la paciencia, y que más bien rezara por el otro, y luego le dijo: “Oh, cuánto tendrá que arrepentirse el pobre de su hermano por la manera de comportarse con usted, cuando se vea en estado de pobreza, necesitado de sus sobrinos, que ahora le engañan, y vendrá entonces a pedirle perdón por todo le mal que le ha hecho”. Y todo ocurrió como lo había dicho el Padre, ocho años más tarde.
El P. Juan de San Carlos, de 75 años, cayó enfermo y tenía miedo de morir. Fue a verlo el Padre fundador y le dijo: “No tema, que vivirá aún 12 años”. Y este padre después sanó de todo tipo de enfermedad o sufrimiento que le llegaba, a pesar de que los médicos u otros dijeran que iba a morir; siempre creyó en aquello. Y en 1630, estando en Poli al final de los 12 años, mandó decir a los padres que rezaran por él, que ya le había llegado la hora, y así fue: al terminar los doce años, se fue a la otra vida.
En 1628 el P. General envió como superior a Moricone al P. Tomás con el hermano Miguel, paisanos los dos, luqueses. Antes de salir le pidió al Padre algo de comida para el camino, pues no tenía ánimo para caminar treinta millas sin comer. Entonces el Padre fundador le dijo: “vayan más bien, que Dios proveerá”. Ellos, después de caminar una buena distancia, fatigados se retiraron hacia una fuente para refrescarse, y allí encontraron una toalla blanca con dos gruesas hogazas de pan blanco e incluso vino, lo cual tomaron, y allí dejaron la toalla. Cuando volvieron a Roma después de algún tiempo contaron lo ocurrido a todos nuestros religiosos.
En 1645 el padre Miguel del Smº. Rosario estaba gravemente enfermo, e hizo escribir al Padre general sobre su estado. El miércoles le llegó a este la carta, y el jueves siguiente ya estaba bien y se levantó de la cama. Recibió la respuesta del venerable Padre a la semana siguiente, en Nápoles, en la que le decía que se pondría bien, exhortándole a obrar bien. Otra vez en 1647 enfermó, e hizo escribir a un hermano suyo para que le dijese que estaba desesperado de los médicos. Él le respondió que se curaría, y como dijo el Padre, se curó. El mismo afirma que estando de comunidad en San Pantaleo, cuando el Padre iba a visitar a alguno religiosos nuestros ya desahuciados por los médicos que se encomendaban a él, si les decía “no dude”, se curaban inmediatamente y se levantaban de la cama; y a los que les decía que ya no les quedaba más tiempo y se prepararan a bien morir, de hecho morían, y parece que sabía con verlos quiénes iban a vivir más, y quiénes debían morir.
Algunos padres de Florencia le escribieron porque querían venir al año santo. El Padre general les respondió: “Que venga el P. Pedro de Lucca, porque el padre Francisco de Florencia ya tendrá ocasión de ver el próximo”. Y así fue, porque aquel padre Pedro murió, y el otro vivió en Roma hasta el año santo siguiente.
El P. Arcángel de San Carlos, procurador del colegio Nazareno, yendo de viaje se impacientó con el caballo y lo golpeó. Cuando llegó a la presencia del Padre fundador, este le hizo una buena corrección, diciéndole que en ocasiones como esa ocurrían los accidentes, y no debía impacientarse como había hecho durante el viaje, exhortándole a tener paciencia. Por lo que quedó fuera de sí con su compañero, tal como lo refirió a los otros padres de la casa. Y a propósito de esto, el hermano Lorenzo de la Anunciación, que servía a nuestro Padre, dijo que parecía que nuestro Padre fundador supiese todo lo que les ocurría a nuestros religiosos cuando venían de fuera a verle, y a algunos les reprendía por el mal que habían hecho, y alababa a otros diciéndoles a distancia todo lo que había ocurrido o habían hecho, ante su estupor y admiración, y no dice casos particulares porque aún viven.
A Julia Merenda, una pobre señora a la que le ayudaba con la comida, le dijo el Padre fundador: “No moriré antes de que usted sea provista de alimento”. Y así sucedió, porque antes de su muerte los ilustrísimos auditores de Roma le asignaron dos comidas al día y un escudo al mes antes de morir el Padre.
Pedro Prignani, médico excelente, depuso y testificó que en la tarde antes de morir el Padre le dijo: “Señor Pedro, venga mañana y esté presente en mi autopsia, y observe qué tengo aquí”, tocándose con la mano en la zona del hígado, y así le ocurrió, a pesar de que no parecía que iba a morir.
Uno de nuestra Orden se salió en virtud del Breve para disfrutar del beneficio de una canonjía, y escribió al Padre venerable, el cual le respondió: “Nunca creí que usted iba a titubear en estas borrascas, que cesarán. Vaya, pero no lo conseguirá y volverá avergonzado”. Así ocurrió, porque el obispo que le iba a dar la canonjía fue encontrado muerto en su cama la mañana del 18 de septiembre de 1646 en San Benito fuera de Mantua, y él volvió a la Orden.
Al Emmº. Sr. Cardenal Ginassio, que estaba enfermo para morir, le dijo el padre general cuando le fue a visitar: “No dude vuestra eminencia, que todavía vivirá diez años”. Y así ocurrió, y del mismo modo predijo al Emmº. Médicis la muerte, la cual tuvo lugar tres horas después de que la predijera el Padre. Y afirman nuestros religiosos haberle oído decir que el Papa Inocencio X iba a ser Sumo Pontífice, y lo que iba a pasar de gusto entre él y el duque de Parma, e innumerables cosas más.
Vino a Roma un sacerdote de los nuestros contra su orden, y cuando llegó a la puerta del Pueblo envió a rogar al Padre que le permitiese entrar. Al Padre le desagradó mucho eso, y le mandó decir que viniese a San Pantaleo, y le hizo saber que antes de llegar a casa Dios le iba castigar por su desobediencia. Entró él y por la calle dentro de la ciudad se cayó del burro y se rompió la pierna, de la cual nunca curó.
En 1635 estaba en Palermo el señor conde de Rogalmuto muy triste porque no podía tener hijos de la señora condesa, hija del señor príncipe de Leonforte, por lo que se encomendó por medio de uno de los padres de las Escuelas Pías a nuestro Padre general. Aquel, pues, le escribió una carta, a la cual le respondió el Padre por escrito: “Diga a aquel Señor que no dude, que después de concederle una hija le dará un hijo para que herede sus posesiones”, y otras cosas. Tal como escribió el Padre, así ocurrió; hablado de ese asunto el Sr. Alfonso Carreti, caballero de Malta y tío del conde, con nuestros religiosos, donde yo también lo oí, dijo este: “Ciertamente fue un gran milagro el que obró Dios por medio de este venerable Padre fundador, puesto que mi sobrino de ninguna manera podía tener hijos, hablando según la naturaleza, y él lo sabía bien por el pronóstico científico que se le había dado, pues los médicos le habían examinado y todos habían afirmado que era naturalmente impotente para generar hijos, y él afirmaba siempre que estaba dispuesto a testificarlo bajo juramento ante quien hiciera falta, para que se conociera un milagro tan grande, y lo hubiera hecho de no haber pasado a mejor vida alrededor de un año antes de que muriese el venerable Padre. A algunos de nuestros religiosos les dijo que esperaran a agosto para encontrarse en Roma, donde verían lo que Dios permitiría. No entendieron sus palabras hasta después de su muerte, que ocurrió aquel mes, y se dieron cuenta de que Dios se lo había manifestado a él.
Pedro Poli, que vive en Roma cerca del Campo de las Flores, vino a verme y me contó cómo cuando él era joven fue a pedir a nuestro Padre fundador que se dignase admitirlo como hermano en su Orden. El venerable Padre le tomó las manos, y mirándolo le dijo: “Hijo mío, quédese en el siglo que es donde Dios le quiere, pues si entra se verá obligado a salir”. Él se quedo estupefacto oyendo eso, porque tenía la intención de hacerse religioso, o de los padres de las Escuelas Pías, que es hacia donde se sentía más inclinado, o de los padres de San Andrea della Valle. Pasados algunos años murió su hermano dejando tres hijas y dos hijos, todos de corta edad. No tenían a otro para mantenerlos sino a Pedro, quien si se hubiera hecho religioso se hubiera visto obligado a salirse, y reconocía la gracia de Dios al conservarlo en el bien de su alma, y con posibilidad de mantener convenientemente a sus sobrinos, según le había predicho el Padre, por lo que decía que verdaderamente era un gran santo.
Notas
- ↑ El P. Cosme Chiara fue elegido General de la Orden en 1665, por un sexenio, hasta 1671.
- ↑ En el escudo de armas de Urbano VIII, de la familia Barberini, aparecen tres abejas. A Santa Marta se la representa a veces matando un dragón, pues dice la tradición que mató a la Tarasca, famoso dragón, cuando fue a evangelizar Tarascón en el sur de Francia. Según este padre Manzi, pues, Calasanz adivinó que la profecía de Joaquín de Fiore se refería a la muerte del Papa Urbano VIII el día de Santa Marta, 29 de julio. (N. del T.)
- ↑ Sal 10, 14