BerroAnotaciones/Tomo3/Libro1/Cap26

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CAPÍTULO 26 De un suceso Después de dicha lista y bando [1646]

Habiendo sentido y visto que los medios ordinarios empleados por mí, junto con el consejo de personas piadosas y doctas, de nada servía para el fin deseado, supliqué al Ilmo. Sr. Conde Francisco Ottonelli, que estaba en Nápoles como Residente de Su alteza Serenísima de Módena, hijo de nuestro P. Pablo [Ottonelli] de la Asunción, antiguo Asistente General, para que empleara su autoridad con dicho Emmo. Arzobispo. Fue allá, pasó el oficio con sumo interés, suplicó, pero no consiguió el favor, ni para todos, ni para alguno en particular. Al contrario, cuando Su Eminencia supo que eran tantos forasteros, dio orden de que se fueran todos. Como todo venía de la pasión antedicha, y del deseo que algunos de los nuestros tenían de vivir en libertad, fueron expulsados todos, pero no se cumplió más que en los que no eran de su agrado.

Vista la obstinación de Su Eminencia, se pensó en ver si en Roma, ante la Sagrada Congregación se podía impedir, y si se conseguía el favor. Pero como ya se había embarcado el P. Juan Carlos [Caputi] de Santa Bárbara con el acompañante, se pensó mejor que yo me quedara en Nápoles. Hubo un tiempo tan malo, que estuvieron 18 días asediados en la isla de Precida; y luego más días en otro sitio. Y yo, esperando que de un día a otro llegara la resolución, daba a todos buenas esperanzas. Si verdaderamente hubiera llegado a tiempo con las escrituras, se hubiera conseguido el favor; porque, como N. V. P. Fundador no conocía el hecho más que de forma oscura, obtuvo tres cartas y rescriptos a nuestro favor, aunque el Emmo. Arzobispo nos echaba la culpa a nosotros, diciendo que se lo habían pedido porque no tenían qué comer, al haber llegado tantos napolitanos de fuera.

Luego, viendo que de Roma no llegaba respuesta, que las prórrogas también terminaban, y que Se Eminencia continuaba en la misma determinación, me fui de casa, retirándome a la casa de dicho Ilmo. Residente, donde estuve doce días o más, después de los cuales pensé embarcarme a Roma. Pero la chalupa me la jugó, por lo que pensé ir por tierra; aunque, después de andar algunas millas, no lo conseguí, pues iba a pie y solo. Por eso, volví a Nápoles. Estuve dos noches en casa de un Bastardo, penitente mío, pero, como era pobre y no tenía cama para darme, me acomodó sobre un arcón con unos paños; mas, viendo que aun así le resultaba incómodo, me marché, con su buen permiso, y fui a casa de otro penitente mío, que me invitó, al verme tan afligido, porque el mal tiempo no permitía que me embarcara. Éste también, como estaba cargado de familia y en una casa más bien estrecha, lo que no me creía, me puso igualmente sobre una casia con un colchón, y allí estuve cuatro noches. Como veía que les resultaba molesto, y el tiempo no mejoraba, me fui adonde un marinero llamado Antonio Mei, muy adicto a todos nosotros.

Mientras estuve fuera de la casa del susodicho Ilmo. Residente, Dios sabe cuánto sufrí, no sólo en el dormir, sino también el comer; porque, de día, por no causar tanta incomodidad donde dormía, estaba en ayunas del todo, o me lo pasaba con un trozo de pan o alguna fruta, porque nuestros Padres de Nápoles nunca fueron en busca mía (hablo de los Superiores), ni yo a ellos, excepto una vez que, en una minuta, les pedí me dieran un acompañante para ir a una gestión. Vinieron, pero no me dieron ninguna ayuda. Yo, cerca ya de nuestra casa de la Duchesca, tenía por fin quien me podía tener en su casa con todo afecto, el Sr. Anello di Falco; pero, como hubiera causado mucha humillación a los nuestros, en el caso de que le dijera la verdad, preferí antes salir que hacer daño a los nuestros, a pesar de que algunos de ellos me eran tan contrarios. En aquella casa no hubiera tenido miedo de que los guardias del Arzobispo me hubieran molestado, tal como me decían los nuestros; pues si me hubieran encontrado por Nápoles me hubieran llevado a prisión. Pero yo, por no poner en compromiso el honor del hábito, me retiraba a alguna iglesia, o al malecón pequeño, o también a la Ghiaia, entre las arenas.

No volví ya adonde el Ilmo. Residente; y no porque me parecía que le ocasionara alguna incomodidad, sino porque, habiéndome despedido de él dos veces, me avergoncé de volver la tercera; pero, cuando él lo supo, me riñó, por haber tenido tal retraimiento.

Notas