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[101-150]

101.- Comenzó a gritar al portero que cerrara la puerta y llamara a los esbirros. Yo le respondí: -“Haga lo que quiera, el Cardenal es mi Superior, aquí está su Edicto, apelo a él y llamo como testigos a todos estos Padres; y protesto de que tampoco respeta el nombre de Cardenal cuando recurro a Su Eminencia, a quien quiero decir la verdad; y si quiere venir, oirá que no hablo por pasión; no me puede negar que vaya”.

Después de muchas discrepancias, respondió el P. Donato: -“P. Marcos, V. R. no puede negar al P. Juan Carlos este permiso de ir al Superior mayor; si se lo niega podría ser castigado”. Los demás escuchaban sin responder; que todos estaban presentes, pero tenían miedo de que dijera algo de ellos.

102.-Me dio por compañero al P. Donato, y fuimos al Cardenal con toda tranquilidad. Estaba a la ventana, nos vio y nos saludó. Al llegar a la Antecámara, salió afuera, y me preguntó qué quería y cómo estaban los Padres.

Le respondí: -“Emmo., soy el Procurador de las Escuelas Pías, y, como V. Eminencia ha hecho un Edicto, según el cual todos los forasteros deben irse fuera de nuestras Casas de Nápoles, he venido a pedir licencia, y darle cuenta de mi persona. Tengo algunas letras de crédito de las entradas de las Bodas de los Caseríos de Posilipo; dígame V. E. a quién debo entregárselas, lo mismo que mis Libros de Cuentas, para que no se diga que he salido sin saberlo V. E.; he venido aposta, para cumplir con mi obligación, para entregarlo todo a alguna persona legítima, elegida por Vuestra Eminencia.

Escuchaba muy atento; me preguntó de qué País era, y cuánto hacía que me encontraba en Nápoles, qué Causas tenía la Casa de la Duchesca, y qué entradas.

103.- Le respondí que yo era del Reino de Nápoles, de una ciudad llamada Oria, que fue Principado de San Carlos Borromeo; “hace siete años que estoy de estancia en la Casa de la Duchesca; la casa tiene pocos pleitos, y los ingresos no llegan a pagar las deudas que se contraen diariamente; hay censos pasivos para la Casa, la cual paga a D. Pedro de Toledo; nos defendemos con las Misas y las limosnas diarias, que pocas veces ve el Procurador, pues el Superior los gasta como le parece, de lo que yo no tengo que dar cuenta, sino sólo de lo que he recibido en mano mía; estoy muy dispuesto a favor del que ahora manda, pero no lo estoy hacia personas apasionadas y poco observantes de nuestras Constituciones; que, por tener algunos la libertad de hacer lo que les place, han hecho la instancia de que se vayan fuera de Nápoles los forasteros, a fin de que, echándolos de nuestras Casas, tengan Campo libre para obrar peor de lo que ya han obrado; éstos son los que tienen el Breve para salir de la Orden cuando quieran; querrían sacar fuera de Casa hasta las Paredes; y, porque yo he tenido cuidado de las Cosas, quieren echarme para hacer lo que quieran”.

104.- Respondió el Cardenal: -“¿Cómo usted es del Reino de Nápoles, si el P. Marcos me ha dicho que es untramontano?” –“De aquí puede deducir Vuestra Eminencia si estos Padres actúan con franqueza, cuando dicen una cosa por otra. Infórmese, pues, si soy de Oria; puede mandar traer el Registro, donde están inscritos todos los Novicios cuando toman el hábito, -yo mismo lo tengo en el Archivo- y verá quién dice la verdad. Con el tiempo irá conociendo V. E. a las personas, quién beneficia a la Casa y quién la perjudica. Yo estoy tranquilo, y, si Dios quiere, con su permiso me iré a Roma, a encontrarme con hombres que trabajen por la Orden, y no para ellos mismos”.

105.- Respondió el Cardenal que nunca había tenido tal intención; que lo han engañado; que si quería quedarme, me quedara, porque no tenía a nadie de quién fiarse. -“Y si no caminan bien serán castigados como merecen. Quiero que me den cuenta con toda minuciosidad, y que observen mis órdenes al pie de la letra; y a poco que desobedezcan, se acordarán de cómo serán tratados”. No quise pasar a detalles, para que no empezara a sospechar de alguno en particular, pero sí de a quién debía entregar los certificados de Crédito de Posilipo, que eran unos 500 ducados para las bodas contraídas, como había asignado Pedro Bertega; y que podía ordenar que este dinero fuera enviado rápidamente a Pamparato de Piamonte y a Posilipo, para que se cumpla lo que ha ordenado nuestro Bienhechor; “de lo contrario el dinero irá por mal camino y, con frecuencia, a otro destino, porque querrán hacer muchos gastos para la Casa, bajo pretexto de devolverlo, como me han hecho a mí, que me han hecho gastar en la feria de Salerno para proveer a la Casa 100 ducados, que no han sido devueltos; y éstos deben ser los primeros. Yo no quiero en absoluto estar aquí, ni debo estar, para convivir con quien no quiere convivir conmigo. V. E. conocerá con el tiempo quién dice la verdad, si les deja Campo para hacer lo que quieran, que así lo permite Dios, de quien esperamos el premio del bien, o del mal que hacemos”.

106.- El Cardenal estaba muy atento a lo que le decía, y, en aquel momento, llegó el Capítulo de los Canónigos para acompañarlo a las Vísperas; por eso no pude seguir la conversación que había comenzado; sólo me dijo que, después de los días de Difuntos, me dejase ver, que quería informarse a fondo, para poder gobernar y cumplir bien su oficio. Recibí la bendición, y me volví a Casa; también allí también recibí la bendición, y, sin decir más, me retiré a la Celda, a ajustar las Cuentas, tanto las de la Casa de la Duchesca, como las de Posilipo, pensando en entregarlas a quien decidiera el Capítulo de los Padres de Casa.

107.- El P. Marcos fue enseguida a hablar con el P. Donato, mi Compañero. Le preguntó si yo había hablado con el Cardenal. Le respondió que había hablado con él largo y tendido, y, si no hubiera llegado el Capítulo a acompañar al Cardenal a Vísperas, mucho más le hubiera dicho, y siguió: -“Yo sólo he podido oír que el Cardenal le preguntó al P. Juan Carlos de qué País era, y éste le respondió que de Oria, en el Reino de Nápoles; porque el P. Marcos le había dicho que era ultramontano, y ahora ha descubierto la mentira, y está muy enfadado; y a la salida del P. Juan Carlos, el Cardenal le dijo que volviera después que terminaran estos días de los Difuntos, que quería ser informado de todo lo que pasa en la Casa. Esto es lo que he podido oír”.

108.- Desconcertado, el P. Marcos fue a hablar conmigo a mi Celda; se sentó sobre la cama, y me preguntó si aún estaba enfadado, y qué hacía. Le respondí que estaba arreglando las Cuentas para entregarlas a quien delegara el Capítulo de la Casa:- “Procure usted hacer nombrar tarde la Delegación, para que yo pueda hacerlo pronto, y hacer también mis cosas, porque no quiero estar con quien no quiere estar conmigo. Yo siempre será el mismo, con la ayuda de Dios; y respecto a los que tienen el Breve, y quieren expoliar las cosas de la Casa, pronto se verán los efectos, es decir, dejarán el hábito; y quien se quede deseará individuos para mantener la Casa y las Escuelas. Yo siempre he querido ayudar y servir al público; V. R. sabe cuántas cosas se han remediado; aunque ha existido un gran peligro de vivir avergonzados para siempre, por uno de éstos; y siempre he intentado apagar el fuego que V. R. sabe se produjo, en el cual, el primero debía caer usted, como Superior, que no estaba con ánimo para remediarlo; en cambio yo, con pocas palabras hice que no se avivara más”.

109.- El P. Marcos escuchaba, con mucha atención, unas explicaciones, tan claras, y después empezó a pedirme que no pensara en marchar, que lo quería de ninguna manera, que todo lo solucionaría; y que, si había alguno que, por sus planes, no me podía ver, “todos los demás le quieren y ven lo que ha hecho en beneficio común de la Casa. Y, en cuanto a la Delegación para ver las Cuentas, nadie consentirá que se haga; para esto habrá tiempo en el Año Nuevo, como se ha hecho los demás años, con satisfacción general”.

Le repliqué que no estaba bien que un ultramontano fuera Procurador de la Casa de Nápoles, “tal como V. R. he dicho al Cardenal, y ésta ha sido, precisamente, la primera palabra que ha querido decirme; pero yo, para justificarme le he prometido llevarle el Libro donde se registran los Novicios, vea nuestras pasiones, y dónde está la verdad, que no se puede ocultar. Y, como veo que se camina con tantas falsedades, no quiero estar, por muchas promesas que me haga, y muchas órdenes que me dé. Ya me he puesto de acuerdo con el Cardenal en que no quiero oír otra vez lo de: -“Que llamo a los esbirros seculares, para que le detengan y no vaya a hablar con el Cardenal. Esto me ha disgustado más que cualquiera otra cosa, pues entre nosotros nunca se había oído este lenguaje; que, lo demás, todo lo he aguantado”.

110.- Quedó muy desconcertado el P. Marcos con estas palabras. No sabiendo qué responder, se fue a hablar con algunos Padres, y les contó lo que habíamos hablado. Éstos le reprocharon, y le dijeron que tenía mucha razón de quejarme de esta manera. Luego pidieron al P. Tomás [Almaniach] de la Pasión, mi Confesor, que procurara hablarme, no fuera que el problema pasara a más; tenían miedo de que volviera el Cardenal y descubriera las llagas incurables de algunos culpables.

Fue el P. Tomás a mi Celda y comenzó a hacerme reflexiones, pensando que, con sus amables palabras, me convencería a quedarme; me exhortaba a pensar bien lo que hacía, porque bastaría la sombra de tres o cuatro de nosotros a refrenar a quien no quisiera obrar bien; de lo contrario, aseguraba que la Casa iría a la ruina, y continuarían las inobservancias y las ofensas a Dios; que procuráramos conseguir que no se fuera nadie, “lo que será mejor, y se pacificará todo”

111.- Le respondí que no podía tomar otra resolución, que nunca viviríamos ya en paz, mientras estén los que tienen el Breve, y no se vayan fuera. “Si yo hubiera sabido que las cosas iban a llegar a este extremo, hubiera hecho lo que hizo el P. Juan [Risi] de Santa María Magdalena, de Monte Muro, quien en cuanto supo que tenía el Breve, pidió al Vicario que no se preocupara, porque, o renunciaba al Breve, o dejaba nuestro hábito; pero por debajo andaba pidiendo limosna para hacerse una buena Bolsita y luego salirse. El Vicario le dijo que, o renunciara a él de verdad, o que devolviera el hábito, y se marchara con sus actos, como hizo. “Yo, continué, debo hacer esto desde el primer día; ya no podemos perder tiempo; las cosas son tan serias, que no se pueden curar si yo no me voy. Y, para decirlo en confianza, pienso ir a Roma adonde le P. General, donde quizá Dios abra algún camino para que nuestras cosas emprendan nuevo cariz. Esto es lo que quiero hacer. V. R. haga oración por mí a Dios, para que me abra la mente y haga su voluntad. Pero no descubra a nadie este pensamiento mío, que si se enteran éstos, escribirán a Roma a sus Amigos, y fácilmente no sería recibido”.

112.- “Dada la situación en que se encuentra la Orden, si resulta bien mi proyecto, procuraré en Roma que se fije el tiempo a quienes tienen el Breve; o renuncian al Breve, o dejan de verdad nuestro hábito: así se aclararán. Esto lo digo en confianza; será bueno no sólo para esta Casa, sino también para toda la Orden”. Al P. Tomás le pareció bien mi pensamiento, y me animó a hacerlo; y que no perdiera tiempo, “antes que vengan tiempos peores”. Me dijo que haría oración especial, y esperaba buenísimo resultado. Pero que dejara las cosas claras, e hiciera recibo de todo, para que un día no se pudiera encontrar ninguna razón para decir que había salido de Nápoles por alguna falta. “Yo soy del parecer que estos Padres no se pondrán de acuerdo, y por sí mismos caerán en algún enredo del que no podrán salir. Sentiría que no siguiera, pues quiero que siga. Sabe Dios si moriré de disgusto”.

113.- Por la tarde vino a hablar conmigo el P. Vicente de la Concepción, para saber en qué había quedado con el Cardenal; porque él había intentado de nuevo, con el Residente de Módena y otros Caballeros, que no saliera nadie. Le respondí que no era posible que el Cardenal cambiara; y todo lo que había dicho al P. Tomás de la Pasión, que aprovechara el tiempo y no sufriera; que yo en Roma y él en Nápoles, pondríamos las cosas claras a quienes nos perseguían, y que se lo contaría todo al P. General, que escribiría también todo al Conde Ottonelli.

–“Esto es lo que pienso hacer, y el P. Tomás de la Pasión lo ha aprobado”.

Le gustó al P. Vicente esta determinación, y me preguntó la fecha de la salida. Al llamar por la tarde a la oración, fuimos todos al oratorio de Comunidad, y, terminada la oración, pedí permiso al P. Superior poder decir unas palabras a los Padres. Me hizo una señal de que las dijera, y, sentados, comencé a hablar de este modo:

114.- -“Queridos Padres, he pedido licencia al Sr. Cardenal para ir a mi País y hacer algunos negocios; y pienso salir dentro de dos días. Para dejar claras las cosas, deseo deleguen a dos Padres, cualesquiera que sean, que revisen las Cuentas, digan a quién debo entregar algunas letras de Crédito, para las Bodas de Posilipo, me hagan recibo, y yo pueda salir con la cara muy alta, y con la satisfacción de ustedes; de lo contrario, sin esa delegación, entregaré las Cuentas al Cardenal, para que se las dé a revisar a quien él quiera. Fue tan adecuada esta respuesta, que no pudieron dejar de nombrar la delegación. Fueron delegados el P. Juan Francisco [Apa] de Jesús y el P. José [Rosi] de la Concepción, napolitanos venidos de Florencia; y dijeron que las letras de Crédito se las entregara al P. Juan Lucas [di Rosa] de la Santísima Virgen, napolitano, ecónomo de la Casa.

Respecto a los dos elegidos para revisar las Cuentas, estoy contentísimo de ellos; pero eso de que entregue las letras de Crédito al P. Juan Lucas, no lo quiero hacer de ninguna manera, porque siempre me ha exigido que yo le lleve el dinero a él, que lo gasta como le place. Pensaré un poco cómo se puede hacer”.

Me fui a hablar con Juan Bautista de Palma, Compañero práctico en estas materias, para que me diera su parecer sobre a quién podía consignar libremente las letras de Crédito, para entregarlo en sus manos, dado que pensaba ir a mi País para mis negocios.

115.- En cuanto Juan Bautista de Palma oyó esto, empezó a chillar:

-“¿Cómo que el Procurador tiene que partir? ¡No será nunca! ¡Mañana por la mañana iré adonde el Cardenal, para que no lo permita de ninguna manera!”. Salió fuera y comenzó a vociferar contra los Padres, porque hacían un grandísimo daño a la Casa. Cuando esto hacía, quería irse él también, y retirarse a su Casa, diciendo que no tenía necesidad de nadie, que si había venido a nuestra Casa, había asido para mayor tranquilidad mía.

–“¿Y ahora que las cosas de la Casa están encaminadas, hay que abandonarlas? Siento haber escrito tantas veces a P. General que era Compañero del P. Juan Carlos, el Procurador, el cual me ha respondido que continúe, porque hará con todo cuidado y fidelidad todo, como ha hecho hasta ahora, poniendo en pie la Casa, y pagando tantas deudas como había”.

116.- Le respondió que, como quería irse, ya no podía entretenerse; pues había pedido licencia al Cardenal, y se la había concedido. Me preguntó si era verdad, y por qué quería abandonar la Casa. Le respondí que estaré fuera por muy pocos meses, como era la autorización que me había dado el Sr. Cardenal; y luego volvería. Así se tranquilizó, diciéndome que, en cuanto a las cartas de Crédito, no se las diera al P. Juan Lucas, que con toda seguridad se serviría de ellas para las obras, sino que podía dejárselas a los dos Superiores, al de la Duchesca y al de Porta Reale, pues los dos estaban interesados en este asunto; que se hiciera un recibo, para que se supiera a qué manos habían ido. Pareció bien la determinación, y así se hizo.

La mañana de los Difuntos avisé al P. Domingo [Tignino] de la Madre de Dios, Superior de la Casa de Porta Reale, que hiciera el favor de ir a la Duchesca, por interés de los de aquella Casa, para dejarlo informado. El P. Domingo llegó enseguida, y, llamando al P. Marcos, entregué a todos las letras de Crédito, y me hicieron el recibo. Los dos Delegados revisaron las Cuentas, y viendo que habían sido entregadas fielmente, hicieron una certificación en el mismo Libro, y a mí me dieron otra aparte. Con lo cual, quedamos en paz y tranquilidad.

117.- Juan Bautista de Palma era Maestro de Actas del S.R.C., hombre muy versado en su profesión y gobierno; pero, como tenía escrúpulos, por haber aconsejado a un Padre de los nuestros que dejara el hábito de la Orden, y terminó mal por causa de Juan Bautista, éste propuso tomar el hábito a cambio de aquél, e hizo las correspondientes instancias; pero le respondieron que ya era maduro y con demasiada edad, que no podría aguantar el peso de la Orden, ni tampoco podría servir a la Orden. Respondió que no tenía ninguna necesidad de las cosas de la Casa, que se conformaba sólo con el hábito de Terciario, y poder ir descalzo; que se ofrecía como Acompañante del Procurador, y no pedía más que pan y vino; de todo lo demás que tuviera necesidad se proveería a expensas suyas. Con esto, fue aceptado por el P. Francisco [Trabucco] de Santa Catalina, de la Cava, y continuó allí hasta que salió de Nápoles.

118.- Después, con el mismo hábito se fue a Raviello, por no poder soportar las acciones de algunos relajados, y ejercitó el Oficio de Maestro de Actas, siendo Vicario General Fabio de Simone, y lo acogió Monseñor Bernardino Panicola, Obispo de Raviello y Scala, con la complacencia del P. Francisco de Santa Catalina.

Llamado a Nápoles desde Bisignano, por el Cardenal Filomarino, el P. Francisco de Santa Catalina, y nombrado Superior de la Casa de la Duchesca, Juan Bautista de Palma volvió de nuevo, y estuvo allí hasta su muerte, que ocurrió el año 1654, dejando al P. Francisco unos mil ducados, continuar las obras de la Iglesia, ducados que tenía escondidos dentro de un Cajón que había en la Habitación; éstos fueron entregados al P. Miguel [Bottiglieri] del Santo Rosario, Procurador, para comenzar a construir la Iglesia, como fielmente se hizo; dejó también algunos ingresos anuales, con carga de dos misas a la semana. Así terminó su vida, y murió en paz.

119.- Por la mañana del 3 de noviembre, sábado de 1646, me despedí de los Padres de la Duchesca, para salir hacia el País; abracé a los Padres con toda caridad, y me dieron dos “zecchini” para el viaje que debía hacer. Fue conmigo el H. Esteban [Epifani] de San Francisco, de Campi. Cuando estuvimos fuera, le dije que pensaba ir a Roma, en vez de ir al País, que si quería ir, estaríamos contentos; que no pensara en otra cosa.

120.- Fuimos al Puerto, y encontramos una chalupa que salía para Roma, en la que embarcamos; por la tarde llegamos a San Martinello, y por la noche no pude dormir, porque no estaba avezado a viajar por mar subido en una barca que siempre se movía. A media noche oigo a los Merineros decir que había aparecido una estrella que amenazaba malísimo tiempo; que sería mejor dirigirse a Procida a oír misa, y mientras tanto se asegurarían de si se podía partir. Llegado a Procida, fui a decir la Misa, y volvimos al Puerto, pensando embarcarnos; pero el Patrón de la chalupa me dijo que buscara libremente alojamiento, que el tiempo se había estropeado, “y sabe Dios cuánto puede durar”.

121.- Lloviendo a jarros, busqué alojamiento, porque no conocía ninguno. Fuimos a una hostería a ver si nos hacían una Caridad, porque el dinero que teníamos llegaba sólo para pagar la barca. Por la tarde comencé a conversar con el hostelero, para preguntarle de quién era la hostería, y poder hablar con el Patrón, para que nos hiciera la Caridad; para comer mientras estuvimos en Proceda, hicimos como pudimos.

122.- Me respondió que la hostería era del Señor Salurio Sebano, de Nápoles, que estaba en Procida para la vendimia, con todos los de la Casa; que era un hombre de gran Caridad, y nos trataría toda cortesía, porque da alojamiento a todos los Religiosos de nuestra Orden, y los trata con toda amabilidad.

A la mañana siguiente, fui adonde él. Me trató con tanta cortesía que quedé maravillado. Me preguntó dónde había pasado la noche, y por qué no habíamos ido a su Casa, que siempre estaba abierta para los Padres de las Escuelas Pías.

Le dije que íbamos a Roma para algunos asuntos; que se había estropeado el tiempo, y, no sabiendo dónde cobijarnos, habíamos estado en su hostería, y el hostelero nos había dicho que Su Señoría era Bienhechor nuestro, “y por eso hemos venido a cumplimentarlo, y a recibir la Caridad. –“Quédense, pues, lo que se necesario, que aquí tienen facilidad para decir Misa; comer y beber, gracias a Dios, tampoco nos falta, y para dormir por la noche, irán a mi hostería, sin más preocupación.

123.- Dijimos la Misa; después llamó a su Mujer, -tres hijos varones y una a hembra- y quisieron que los bendijera; lo hicieron con tanta familiaridad, que quedé confuso; les ordenó que, mientras estuviéramos allí, todos estuvieran bajo mi obediencia, porque no tenían Maestro. Así que comencé a darles alguna lección de lectura, escritura y Ábaco, con grandísimo, contento por su parte, y gran satisfacción nuestra. Estuvimos nueve días, y el día de San Martín hizo una comida, con tanta prodigalidad y cortesía, como yo no había visto nunca. Llegado el día del embarque, hicimos la provisión necesaria.

124.- Partimos para Gaeta. La jornada fue tranquilísima. Cuando pensábamos llegar al puerto, el Patrón de la chalupa, para no pagar el lavado, siguió a Castellone, donde se guareció dentro de una gruta. Sólo Dios sabe cuánto sufrimos aquella noche. A la mañana, de nuevo empeoró el tiempo, y nos detuvimos otros seis días sin poder viajar; había también otros pasajeros, entre los cuales un comerciante de vino que iba a Roma; éste, impaciente por llevar tanto tiempo en el viaje, se fue a Creta a buscar otro embarque, porque nuestra chalupa iba muy cargada, y no podía cargar mercancías, como él quería; volvió por la tarde y comenzó a decir que había encontrado una falúa ligera, que en pocas horas nos llevaría a Roma. Tanto me dijo que, al final, me convenció para que dejara la chalupa y fuera a Gaeta, dándome a entender que no había más de una milla.

125.- Echando a las espaldas nuestras alforjas, nos dirigimos hacia Gaeta, casi en un Avemaría. Había muchos barrizales en aquellas lagunas; cargados como estábamos con las cosas, otros dos que nos acompañaban comenzaron a blasfemar, porque, decían, “nos había conducido por charcas”; no hice poco yo con tranquilizarlos, porque querían apalear al comerciante.

Llegados al Borgo de Gaeta medio muertos, después de casi cuatro horas, no sabíamos adónde ir; el comerciante nos llevó al alojamiento de un amigo suyo, que enseguida nos acogió con alegría; estábamos cansados del viaje, y tan calados hasta las rodillas, que nos parecía haber encontrado el Cielo, como suelen decir. Una vez calentado, aquella noche ya no pensaba en la cena.

126.- El comerciante dio orden de ponernos a cenar; pero, para no molestar a los Huéspedes, dijo a mi compañero que buscara algo con que poder hacer una colación. Sacó una garrafa grande de vino, un queso, una pieza de ricota salada, un pote de aceitunas y una gran torta de pan, que pesaría casi dos kilos. Colocado todo sobre la mesa, el hostelero llevó un plato de sardinas del lugar, una ensalada y dos platos de macarrones. Comimos alegremente, y no quedó una miga. Acabada la cena, llevaron dos jergones para descansar sobre el suelo. A eso de la medianoche, nos avisaron que la chalupa quería partir para Roma. Abrí la puerta, y vi que diluviaba; el mar estaba tan revuelto, que pensé que bromeaban. El comerciante llamó al hostelero para que hiciera la cuenta de lo que tenía que pagar; eran a cuatro ducados por comida y estancia. Pueden imaginarse cómo me quedé, pues ya había pagado la barca que nos había llevado a Castellone, y sólo me habían quedado algunos carlines. Dije al comerciante que pagara por nosotros, que en aquel momento no podía coger dinero en donde lo tenía; que cuando saliéramos se lo daría gustoso; y no sé lo que pagó. Al amanecer hablé a un marinero si hacía bueno para seguir el viaje por mar, y me respondió: “El tiempo está desastroso, sabe Dios cuándo se tranquilizará”. Hablando con otros compañeros, decidimos volver a la chalupa de Castellone; y, ya que la habíamos pagado, esperar allí que se tranquilizara el tiempo, para continuar el viaje. Así nos aventuramos otra vez por aquellos pantanos para encontrar a nuestros marineros.

127.- Cuando ya habíamos salido del Borgo de Gaeta, el comerciante comenzó a decirme que quería el dinero que había pagado por nosotros. Gustoso, le dije, pero antes hay que hacer la cuenta de lo que se ha comido, lo que ha dado el hostelero y lo que ha llevado mi compañero. –“No se cuenta lo vuestro; se cuenta sólo lo que ha dado el hospedero para vosotros”. Comenzamos a discutir, y, presentado el problema a los pasajeros, nos dieron sentencia favorable, esto es, que valorado lo nuestro, comparado con lo del hostelero, aún tenía que devolvernos diez chelines. Así que el pobre comerciante quedó dolido.

He querido decir esto, para que, cuando vayamos de viaje, rehuyamos la conversación con los seglares, en cuanto se pueda; pues este caso nada tenía que ver con nosotros.

128.- En Castellone vimos que el tiempo empeoraba cada vez más, por lo que decidimos caminar poco a poco por tierra, confiados en la Providencia divina. Al atardecer llegamos a Fundi; allí, como en el hospicio de los Frailes Benefratelli, que tienen un hospital, no fue posible obtener un pequeño lugar, fuimos a los Padres, que tampoco nos escucharon. Mi compañero, impaciente, comenzó a murmurar de aquellos Religiosos y de sus países, ¡tan pronto desconfiaba de la Providencia divina! Era casi la una de la noche, y no sabíamos qué hacer. Pensaba ir bajo el portal de alguna Iglesia; pero, como hacía frío y llovía, vi una puerta abierta, y, con natural sencillez entré. Había un anciano y una viejecita. Les dimos las buenas tardes, y les pedí si hacían la Caridad de admitirnos dentro de la Casa, que no les daríamos ninguna molestia, que podían acomodarnos como pudieran.

129.- El buen viejo respondió: -“¿Dónde quieren estar, Padres míos?” Somos tan humildes y tan pobrecitos, que apenas tenemos con qué cubrirnos. A pesar de todo, les ofrezco una estancia donde estén calientes; más que esto no puedo hacer. Le respondí que los Pobres de Cristo saben unirse en ayuda de los otros Pobres. Y, mientras estaba hablando, añadió la anciana: -“Veamos si nuestro vecino, el Notario, quiere prestarnos un manta, para que, al menos, se puedan taparse para descansar. Cuando el viejo quería ir a pedirla, pasa el Notario, que volvía a casa; al vernos, acostados sobre tierra, entró y preguntó a viejo quiénes éramos y qué hacíamos allí. El viejo respondió que, precisamente, quería ir a pedirle una manta, “porque estos Pobres Padres quieren quedarse, pero no han encontrado posada”. –“¿Adónde va, Padres? –“A Roma, le respondí; y como no sabíamos adónde ir, porque no hemos encontrábamos ninguna posada en el lugar, hemos entrado donde estos Pobrecitos”. Dijo entonces el Notario: -“Yo no tengo otra cosa que daros más que un jergón y una manta, pero enseguida estaré aquí”.

130.- Fue el Notario a Casa, contó el caso a la mujer, y le dijo que quitara un jergón de la cama y una manta, y los enviara la sirvienta a la Casa del Viejo. Ella le respondió: -“¿Dónde van a poner el jergón, por tierra? Es mejor que vengan aquí, que nosotros los acomodaremos lo mejor que se pueda, en nuestra cama. Puestos de acuerdo, vino el Notario, nos llamó, nos llevó a Casa, y nos dio una buena Cena, al lado de un buen fuego. Después nos mandó dormir en su cama, con tanta caridad, que mi Compañero quedó asombrado de la Providencia divina. A la mañana, el Notario no quería que nos fuéramos; pero, viendo un tiempo muy bueno, no quisimos quedarnos. Nos llevó a un oratorio; dijimos la Misa, nos dieron dos julios de limosna, y luego, la provisión para dos días. Salimos para Terracina, donde estuvimos otros cuatro días en un hospicio, porque llovía sin parar. Cuando se calmó un poco el tiempo, subimos a una barquita, y fuimos a pasar la noche al hospicio; y de allí a Cori, a Casa del Capitán Estaban Gricci, ¡completamente deshechos! Nos acogió con toda Caridad; nos dio con qué lavar los pies, e inmediatamente fue a ver si había caballos para Roma. Encontró dos de retorno, que no sabían por quién mandarlos. Por la mañana montamos a caballo y nos fuimos a Frascati, donde nuestros Padres me dijeron que el P. General estaba haciendo oración. Como hacía tanto tiempo que habíamos salido de Nápoles, no teníamos ninguna noticia. A la mañana siguiente seguimos para Roma, en donde aquellos buenos Padres nos acogieron con gran Caridad. Después de 24 días de viaje, habíamos llegado, gracias a Dios, sanos y salvos.

131.-Era costumbre en la Casa de San Pantaleón, en aquel tiempo, recibir a quien venía, mediante una votación secreta, donde daban su voto también los Hermanos. Como el H. Lucas [Bresciani] de San José, de Fiesole, había sido Novicio conmigo, enseguida vino a mi encuentro y me dijo que no desconfiara, que él se encargaría de que fuera admitido por todos. Se fue a buscar al H. Lucas [Anfossi] de San Bernardo y al H. Juan Bautista [Viglioni] de San Andrés, y les pidió que hicieran que yo fuera admitido, con mi compañero, en la Comunidad de la Casa. Por la tarde se reunió la Comunidad, y de 42 votos, tuve 38 favorables; los otros cuatro dijeron que no, pero venció la mayoría, porque así lo quiso el H. Lucas, que tenía el mando dentro; los pobres Sacerdotes necesitaban paciencia, por tener que hacer lo que querían los Hermanos.

132.- En cuanto llegué a Roma, enseguida fui a visitar al P. General, que me acogió como hijo. Comenzó a preguntarme cuánto había sufrido durante el viaje; y, en cuanto a las cosas de Nápoles: -“ No piense más en ellas, sino encomiéndelo todo a Dios, el cual hace que, cuanto a nuestros ojos parece es persecución y castigo, para la mente de Dios, que nadie puede escrutar, y quizá por ello mismo, recibe su gloria; porque el que obra bien, con buena y recta intención, recibe el fruto del espíritu; y cuando más mortificados somos, recibiendo todo de las manos de Dios con humildad, el provee con cuanto ha determinado “ab aeterno” en su Santísima Mente. Así que no tenga ningún resentimiento de las afrentas que le hayan hecho los Padres de Nápoles, que Dios proveerá de todo. Lo único que siento es que el demonio, nuestro enemigo, no les deje vivir en paz, y que, quizá, entre ellos tampoco están unidos. Han hecho y hacen un gran escarnio del Pobre P. Vicente [Berro], echándolo de Casa. Ahora está en la del Conde Francisco Ottonelli, y es un grandísimo escándalo de toda la Ciudad ver por Nápoles a un Padre como él acompañado de un seglar. Ya le he escrito que abandone toda empresa, se venga a Roma, y deje hacer a Dios el resto. Si es que aquellos Padres piensan las cosas sin tener recta intención, como se ve desde el exterior, atendamos, sin embargo nosotros al Instituto, que haciéndolo como se debe, todo saldrá bien, y nuestra Madre Santísima se cuidará de nosotros, porque las fuerzas humanas no llegan, ante poder de los adversarios del Instituto”.

133.- “Quiero que venga con frecuencia adonde mí, cuando no tenga obligación de obediencia, porque a veces estoy solo, y, si viene alguno, no hay quien lo acompañe, si mi Acompañante está fuera haciendo alguna gestión. Mientras se dan las Clases, enseño a cinco o seis niños, cuatro de ellos hijos de Pedro della Valle, y otros dos, de otro Bienhechor, que me los ha encomendado. Así que atendamos todos a ejercitar con fervor y alegría el Instituto, y dejemos obrar a Dios, que, cuando menos lo pensamos, nos dará su ayuda; que esto le agrada, pues es nuestro Padre, cuida de sus hijos, y quiere ser servido y amado, observando en su honor lo que se le hemos prometido mediante los votos, porque quienes han vuelto, y vuelven aún, las espaldas a su Madre, poco bien pueden hacer”.

134.- He visto muchos ejemplos de éstos tales, y todos han tenido mal fin, han durado poco, después de haberse hecho hombres a expensas de la Orden; egoístas de su saber, vencidos por la soberbia, que yo he querido abajar, se decidieron, bajo distintos pretextos, a abandonar nuestro hábito y hacerse Curas seculares; sin embargo, cuando enfermaban, sin tener con qué mantenerse, me llamaban para que les enviara alguna ayuda, y los iba a visitar al hospital; hasta me pedían que volviera a recibirlos de nuevo en Casa, lo que no me parecía conveniente por diversos motivos. Ya han muerto, unos en el hospital, otros en su Casa; pero nunca dejé de proveerlos de lo que necesitaban, con caridad, como a hijos.

135.- Yo, curioso por saber quiénes eran éstos, le pregunté con habilidad, para que me lo dijera, y que de estos ejemplos me pueda servir en las circunstancien en que me encuentre.

136.- Él me respondió: -“A los tres últimos, ya muertos, los conocía muy bien. El primero, fue el P. Juan Bautista [Carletti] de San Bernardo. Éste, educado desde los primeros elementos en nuestras escuelas, era de gran inteligencia, hijo de un pastelero romano, que se enamoró de nuestro Instituto, en el que había chupado la primera leche. Tanto me pidió que lo recibiera en la Orden, que, de pocos años, pero de gran ingenio, lo recibí. Lo puse bajo la dirección de Andrés Bayano, Insigne Maestro de Retórica; y después, con otros diez, bajo la disciplina del P. Fray Tomás Campanella, para que les explicara las Ciencias. Adelantó tanto que, siendo jovencito, maravillaba a todos cuando predicaba; tanto que, invitado a predicar, en la Octava que se suele tener en la Iglesia de los Sagradas Llagas de San Francisco, adonde acuden miles de predicadores de Roma, lo oyó el Cardenal Barberini, y muchos otros Cardenales, quedando tan estupefactos, que con frecuencia seguían escuchándolo. Siendo tan joven, que aún no era sacerdote, maravillaba a todos, por la memoria e ingenio que tenía. Pero comenzó después a relajarse en la observancia, vencido por la soberbia, y me vi obligado a apartarlo de los otros proyectos, para que se enmendara; pero, hinchado por el renombre de la Corte del Cardenal Barberini, comenzó, junto con otro Padre, llamado Juan Tomás [Panello], de Carcare, a dar lecciones a dos jóvenes ayudantes de la Cámara del Cardenal Barberini, llamados Ángel Parracciano, uno, y el otro, Ángel Bianchi; pero entibiaron ambos en el espíritu, por ser muy jóvenes, y para apartarles de las ocasiones, tuve que separarlos.

137.- A Juan Bautista de San Bernardo lo envié a Génova, para que, con el ejemplo y las buenas costumbres del P. Francisco [Michelini?] de la Purificación, recobrara el espíritu, y enseñara en una escuela, incluso a nuestros jóvenes. Comenzó bien, pero le duró poco; porque, cuando el Senado de Génova se enteró de que era un gran orador, la República me escribió, pidiendo le diera licencia para predicar en el Adviento de aquel Año. No pude negársela, y dio grandísima satisfacción, para mi dolor, porque preveía su precipicio. Me vi obligado a sacarlo de Génova y enviarlo a Campi, en el Reino de Nápoles, -lugar remoto, donde no tuviera estas ocasiones de predicar, por ser también un pueblo pequeño, a trasmano- bajo la dirección del P. Pedro [Maldis] de San José, de Bolonia, con el fin de que le encargara de la Clase 1ª de Retórica; se portaba mediocremente bien, y duró poco. Quiso predicar en la Catedral en Adviento, al no poder yo negar la licencia al Regente Enríquez, fundador de aquella Casa. Comenzó a hacerse amigo del Vicario Apostólico de Lecce, enviado allí por el Cardenal Barberini, a quien él conocía, quien empezó a proteger a algunos que no debía, y de nuevo dio en abandonar la observancia, y a en atender poco a los alumnos, metiéndose a explicar la Filosofía a dos, contra toda obligación, y sin mi conocimiento.

138.- Envié también allí al P. Juan Antonio [Ridolfi] de Santa María, boloñés, para evitarle, lo mismo que al otro, cualquier acto de soberbia; pero, uniéndose a él, me fue necesario sacar a Juan Antonio, y dejar a Juan Bautista. Estuvo en Campi hasta el año 1638. Desde Cosenza me instaron a que les enviara a un buen humanista y Retórico, y pensé enviarlo allí, para realzarlo, y ponerlo bajo el gobierno del P. José [Sciarillo] de Santa María, napolitano, hombre tranquilo y sencillo. Por el camino le robaron las predicaciones, y al llegar a Cosenza, se encontró con que nuestra Casa había quedado derruida por el terremoto; y tuvo que volver de nuevo a Campi, desde donde me escribió que deseaba repatriarse. Lo mandé ir a Frascati, para ver el adelanto que había hecho con su larga mortificación, pero, como le quedaba un residuo de la soberbia, hizo prácticas con los dos Ángeles -Parracciani y Bianchi- y pidieron al Sr. Cardenal Francisco Barberini que impetrara para él el Breve del Papa Urbano VIII, y poder salir de la Orden, a ayudar a dos hermanas huérfanas, aptas para marido, que no tenían a nadie más que a él, y pensando que, si dejaba el hábito de la Orden, podría ser provisto de algún Beneficio.

139.-Obtuvo el Breve, se hizo cura secular, y cuando fue a dar las gracias al Cardenal Barberini por el favor hecho del Breve, no quiso verlo, ni darle audiencia, ordenando le dijeran que, por las ocupaciones del Gobierno, no podía perder el tiempo.

Perdió las esperanzas en las que había puesto su primera seguridad, y pidió a los dos Ángeles, discípulos suyos, que le encontraran un empleo honrado, para poder vivir, porque su esperanza se apoyaba en ellos, pero le respondieron que, si surgía la ocasión, harían lo que pudieran.

140.- Quedó vacante el Obispado de Capaccio, por la renuncia que hizo Monseñor Pappacoda, al ser nombrado Obispo de Lecce; Ángel Parracciani, íntimo del Cardenal Barberini, pidió al nuevo Obispo de Capaccio que tomara por secretario a una persona docta y honrada, que era bueno en todas las materias, para responder a cualquier carta e informar a cualquier Congregación, que viera él cómo, en efecto, era cierto.

141.- El nuevo Obispo aceptó a D. Juan Bautista. Hablando con él, lo encontró tan docto y prudente en la forma de negociar, que le hizo Dueño absoluto de su Obispado, dándole todas las facilidades que podía desear, triunfando según su ingenio, porque el Obispo era Académico, y se dedicaba demasiado a las letras. Yendo un día a la Residencia, lo sorprendió una enfermedad, y tuvo que volver a Roma; pero, no sabiendo qué hacer, pues se avergonzaba de venir a nuestra Casa, acudió a los Padres Jesuitas del Colegio Romano. Pero, como el mal se extendía, tuvo que ir al hospital de los Frailes Benefratelli, en la Isla, donde ordenó que me avisaran, porque quería verme antes de morir.

Enseguida fui a visitarlo; y, al encontrarlo falto de fuerzas, lo consolé como a hijo, preguntándole qué quería. Me dijo que ayuda; e ir a morir a nuestra Casa. Le respondí que, en cuanto a la ayuda, haría que nunca le faltara nada, como en efecto, hice, pues mañana y tarde se le envió lo que necesito mientras vivió; pero, respecto a venir a Casa, no me parecía conveniente aceptarlo, para dar este ejemplo a otros, a pesar de que pareciera crueldad. Murió el mes de abril del año 1640, y fue sepultado en el Convento de los Frailes Benefratelli de Roma. Como lo que expuso al Papa no era verdad, esta fue la causa de no quererlo en Casa.

142.-En cuanto al P. Juan Tomás [Panello], compañero del ya muerto, P. Juan Bautista [Carletti], lo envié a Germania, donde estuvo algunos años; pensaba que se humillaría, pero quiso volver a la Patria, y se salió de la Orden, haciéndose Canónigo Regular Lateranense. Ha sufrido muchas desgracias, y dos veces ha estado prófugo; no sé cuál ha sido después su final, porque hace pocos meses volvió de nuevo, fue enviado a Nápoles, y después no se ha sabido más de él.

143.- El segundo de los tres, fue el P. Ambrosio [Ambrosi], romano, hijo de un comerciante de tela, educado, también él, en nuestras Escuelas. Tomó el hábito para Hermano Operario; y, como se aplicaba mucho en la escritura y en el Ábaco, acepté que estudiara; y lo hizo con tanto provecho -yo mismo le enseñaba- que lo envié a Génova y después a Florencia, donde aprendió Matemáticas. Fue un insigne Maestro. Se unió al P. Francisco [Michelini], matemático, que enseñaba a los Príncipes, hermanos del Gran Duque de Florencia, y a los dos le vino la idea de hacerse sacerdotes, lo que consiguieron indirectamente; y ellos fueron la causa de la Ruina de la Orden. Más aún, este Ambrosio se hizo Cabecilla de todos los Hermanos, en contra de los Sacerdotes y Clérigos; consiguió ser su Procurador, y compareció luego en los Tribunales, en nombre de todos ellos. Quise reprenderlo un día, porque se defendía a sí mismo, y no trabajaba ya para la Orden. Fue a la Sacristía, me respondió con malos modales, y, cuando subía arriba, me siguió por las escaleras hasta la Celda, diciéndome mil villanías, lo que me sirvió para merecer mucho, por la paciencia que tuve. Sólo le respondí: -´Vaya en buena hora a hacer oración, y no se deje vencer por la soberbia, Origen de todos los males; ya basta de tantos males como ha causado a la Orden, y de tanto como se ha atrevido a maltratar a los Superiores. Y enmiéndese, de lo contrario, espere el castigo de Divino´. Creció tanto su soberbia, que se unió al H. Salvador [Grise], de la Cava, y los dos se salieron de la Orden ´per vim et metum´.

144.- Una vez que este Ambrosio se fue de la Orden, se alistó de militar en la guerra del Papa Urbano, como Auditor General de los Ejércitos Pontificios, en ayuda de Monseñor Rapaccioli, que en aquel tiempo era Prefecto General de los ejércitos de la Santa Iglesia. Con los sufrimientos del viaje y sus incomodidades, enfermó gravemente; conducido desde el ejército a Roma, a Casa de su madre, me visaron que fuera a verlo. Fui inmediatamente a visitarlo, y le recordé que se avecinaba la muerte, que hiciera actos de verdadero cristiano, y se encomendara a la Santísima Virgen, la cual le había educado y nutrido con su leche. Mostró, ciertamente, actos de tanta virtud, que yo quedé consolado. Me dijo solamente que Dios lo castigaba por su excesiva Audacia y soberbia, y porque nunca había querido escuchar las admoniciones que le había dado. Deseaba ser sepultado con nuestro hábito y en nuestra Iglesia; pero le respondí que, en cuanto al hábito, una vez que se ha dejado, no se puede recibir más; y en cuanto a la sepultura, si la elegía como secular, le haría esa caridad, como se hace a los demás. De lo demás, le dije también que cualquier cosa que ordenara el médico, alguien iría a recogerla, que todo se le daría; que las medicinas, yo mismo ordenaría las hiciera en Casa nuestro boticario; y que se preocupara sólo de su alma, sin pensar en otra cosa. A los pocos días murió; y, por no haber elegido sepultura, fue sepultado en la Parroquia de San Eustaquio.

145.- El tercero fue el H. Salvador [Grise], de la Cava, compañero del susodicho Ambrosio; también como éste, recibió el hábito para Hermano Operario. Adelantó muchísimo en el espíritu; lo veía muy modesto, y poco hablador; comenzó a aprender Ábaco, y luego a estudiar Matemáticas por sí mismo. Progresó tanto, que los Cardenales ordenaban llamarlo para que les enseñara las cosas curiosas que hacía. Pero, si no iban a buscarlo por la fuerza, él no se movía para ir allá, excusándose que no podía dejar la Clase ni sus continuos estudios. Otras veces venían ellos a hablarle, y les daba audiencia en la Clase, donde había hecho muchos instrumentos matemáticos curiosos. Todos quedaban muy satisfechos. Para darles aún toda clase de satisfacciones, quiso ir a Venecia a comprarse una gran cantidad de libros para su profesión; le di 300 [escudos] y cartas de recomendación, para que encontrara ayudas la hacer tal provisión. Volvió a Roma con grandísimo contento, de lo que también yo me alegré. Prosiguió sus estudios, y adelantó muchísimo, porque estaba del todo dedicado al estudio; tanto que, hasta en la recreación común llevaba un libro y estudiaba; aunque los demás hablaran de otras cosas, no por eso se distraía de su entrega al estudio; se portaba muy bien, y sólo atendía a estudiar.

146.- Tenía una Clase de 140 alumnos, con otros tres Maestros que le ayudaban. El Señor Ventura Sarafellini estaba muy contento con él; continuamente me decía que, durante tanto años como había visto se dar la Clase de escritura, nunca la había a nadie mantenerla con tanto silencio, ni enseñar con tanta facilidad. De este Sarafellini se hablará más adelante.

147.- Pero fue tan grande la tentación a la que le sometió el Cabecilla P. Ambrosio, que consiguió hacerle decaer en el espíritu, y le metió en la cabeza que, con su virtud, podía hacerse Dueño de toda Roma; que no desaprovechara la ocasión propicia que se le presentaba; que Monseñor Rapaccioli, su Protector, le haría Ingeniero Mayor del ejército Pontificio, y podría avanzar más aún en sus estudios, y darse a conocer en todo el Mundo; que él se encargaría de todo. Le causó esto tal sobresalto, que se propuso seguirlo. Consiguió probar, por medio de favores, que su profesión había sido nula, y vino a despedirse de mí llorando. Cuando me contó su intención, quedé muy dolorido, viendo la pérdida de un individuo como era él. Sin embargo, conformándome con la Voluntad Divina, le dije: -´Hijo, por mí crecido y educado, con tantos gastos y fatigas, ¡abandonar ahora tu Casa Madre, y a tantos alumnos, que sabe Dios lo que harán, cuando sepan esta inesperada determinación suya! Considere bien lo que hace, y no se deje vencer por las pasiones de otro, contra usted mismo.

148.- El H. Salvador lloraba ante estas palabras; pero me dijo que había dado la palabra, y que la cosa había llegado tan adelante, que Monseñor Pansilora había hablado ya con el Cardenal Antonio Barberini, Capitán General de los Ejércitos de la Santa Iglesia; y que incluso había hablado de esto con el Papa, y ya le había hecho la patente de Ingeniero Mayor, por lo que no podía volverse atrás, estando todo decidido. ´Así que siento despedirme de Vuestra Paternidad, y le pido me encomiende a sus oraciones´. Con estas palabras se despidió, y se fue al ejército. A las pocas semanas cayó enfermó, por los sufrimientos y el cambio a una vida tan estricta y tan distinta, entre los estrépitos de los soldados y la laxitud de la conciencia. Dio en una melancolía tan grande, que vivió pocos meses, y enseguida murió, tal como me refirieron en Ferrara. Yo lo lloré y lo compadecí, y lo mismo todos nuestros Padres, por haber perdido a un individuo tan desviado por uno que fue también el origen de nuestra Ruina.

He querido contarle estos ejemplos, para que vea el final que tienen los que se dejan vencer por la soberbia y la tentación. Como hacen los Padres de Nápoles, que están obligando a muchos individuos a andar errabundos, sólo por sus caprichos. Quiera Dios que esto no llegue a ser una gran ofensa suya”.

149.- El P. Tomás [Carello] había informado a todos los Padres de Roma de lo que había pasado en Nápoles, y la razón por la que yo me había ido. Esto generó mucho malestar contra ellos, por eso, a veces me preguntaban las causas por las que habían sido expulsados los forasteros, y querían aclarar por qué uno de ellos había llegado a Roma. Sólo les respondía que todo el mal procedía de los que tenían el Breve, para abandonar nuestro hábito, para prepararse una buena Bolsa, y llevarse todas las Casas que podían; y que no querían a nadie que pudiera decirles “¡dejen esas Cosas, que son nuestras!”, como muchas veces les dije yo mismo; y que sería bueno ponerles una condición: O que renunciaran al Breve, o que se fueran a sus casas; porque, de lo contrario, “cada vez será peor”.

150.- Causó grandísima impresión esta propuesta, porque otras Casas escribían al P. General lo mismo. Y, precisamente por esto, se andaba buscando cómo hacer para solucionar este inconveniente.

A Roma le llegó al P. General, desde Nápoles, la noticia de los que habían sido expulsados de la Casa de Porta Reale: P. Carlos [Patera] de Santa María; P. Juan Domingo [Romani] de la Reina de los Ángeles; P. Francisco [Vecchi] de Todos los Santos, de Squinzano, luego vecino de Lecce. El P. Carlos anduvo un tiempo por Nápoles solo; luego, cogió el Breve, y fue nombrado Confesor de las Monjas de San Patricio. Murió de la peste, y dejó cuanto tenía a los Padres de Porta Reale.

El P. Juan Domingo se fue a Cosenza, su Patria, y el P. Francisco de Todos los Santos se fue a Campi, de donde le solicitaron, por la gran necesidad que tenían en Nápoles; allí lo eligieron Superior, y murió de peste en la Casa de Posilipo.

Notas