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Cap. 29. De la obediencia del venerable Padre José de la Madre de Dios

Si consideramos a este siervo de Dios cuando era seglar, se sabe que fue exactísima su virtud de obediencia como su primer pensamiento que le dirigía, que no era otra cosa sino la salvación de su alma y la del prójimo. Como tenía un solo corazón, y este era de Dios, no era dueño de su querer, sino que lleno de caridad hacia Dios, y hacia el prójimo, al entender que esa era la voluntad de Dios, nunca rehusó obedecer a sus obispos; siempre estaba dispuesto a cualquier empresa al que fuera destinado para servirles y por el bien de las almas, y todo lo emprendía obedeciendo con gran valor, comprobándose en su fin su recta intención, al haber obedecido con sinceridad, por lo que se dice “el hombre obediente dice la victoria”[Notas 1]. Habiéndole elegido Dios para fundar el instituto de las Escuelas Pías, en todas las cosas que se le conocieron al edificar una obra tan pía, él siempre afirmó que la establecía a disposición de lo que quisiera según su placer el vicario de Cristo Nuestro Señor, en el que adoraba su divina voluntad. Y se le conoció perfectísimo en el estado de religioso en esta virtud, mayormente en el tiempo de las persecuciones que padeció para sostener la construcción que había levantado con su piedad, a fin de que no sucumbiese a la voluntad de los que anhelaban arrancarla, que por cierto habría desanimado a cualquiera de gran ánimo, pero él, obedeciendo y actuando de modo que otros supiesen imitar su fuerza y constancia, triunfó contra todas las potencias del infierno, de modo que dio ocasión para que hablaran de esta gran virtud suya en toda Roma.

En la observancia de los preceptos divinos de la Santa Madre Iglesia fue tan riguroso de niño que ardía completamente en aquellos tiernos años por ver a sus semejantes de su edad de modo que nunca ofendieran a Dios, y con palabras y exhortaciones los animaba de manera tan asombrosa que dejaba confusos a todos los que le observaban. Se vio que este incendio suyo había sido prendido por el cielo en el deseo que tenía de matar al Demonio, por ser el que invitaba a los hombres contra la observancia de los divinos preceptos, en lo que se ve que había nacido para este bien de las almas, para que todos aprendieran su manera de vivir, que consideraba consistía en seguir los mandamientos de la ley de Dios y de la Santa Iglesia su esposa, como hemos dicho. Por ello fue austero en sus ayunos, que observó hasta la muerte, comiendo una sola vez al día, y tomando por la tarde muy poca comida. Estando enfermo en el tiempo de cuaresma, para obedecer a los médicos quería sus órdenes por escrito, y además firmadas por el diputado eclesiástico, y no se servía de ese permiso los viernes y sábados y las cuatro témporas y las vigilias. Y a pesar de sabía que iba a morir, durante su última enfermedad quiso obedecer a los médicos sacándose sangre. Nunca dejó de recitar el oficio divino, incluso cuando era viejo y no podía servirse de los anteojos; lo decía de memoria recitando de manera que corregía a los otros cuando se equivocaban, y estaba tan concentrado que parecía que hablase con Dios, y quiso en la misma noche cuando murió que se le recitase el oficio, que él iba siguiendo con mucha admiración de los demás.

Nunca dejó de decir el santo sacrificio de la misa sino cuando estaba enfermo, haciéndolo con una reverencia y unción tal que parecía un serafín ardiendo en el amor de su Señor, que lo transformaba totalmente en sí mismo. En fin, fue tan obediente que podemos decir que murió obedeciendo.

Notas

  1. Pr 21, 28. En la BJ, “el hombre que escucha, hablará por siempre”.