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(Cuaderno 7)

El domingo se esforzaba especialmente en sacar provecho en la vida espiritual; en superar aquellas cosas de temía especialmente en cuestión de amor propio; en hacer propósitos buenos, firmes y constantes; en disminuir los trabajos, del tipo que fueran; en esforzarse sobre todo en la oración, y hacerla con gusto del alma y con atención; en huir el ocio y en ocuparse en cosas provechosas.

El lunes se centraba en practicar la caridad con el prójimo, y procuraba no ofender a nadie, ni ocasionar la más mínima molestia; no vilipendiar en absoluto a nadie ni presente ni ausente; excusar los vicios de los demás; anticiparse en honrar y servir a los demás con toda amabilidad; aguantar con paciencia cualquier molestia que alguien le causara.

El martes se dedicaba a cultivar la mansedumbre, y procuraba en primer lugar someterse y hablar humildemente con cualquiera con que se encontrase; no quejarse de nada, y si sufría alguna afrenta, emplear palabras suaves para rechazarla; intentar prevenir que nadie se quejase contra él y disculparse, si hubiera dado a alguien la ocasión de indignarse; no increpar ni reprender a nadie sin grave causa; tolerar benignamente los defectos y debilidades de los demás, y no preocuparse si sus defectos eran conocidos por los demás; no interpretar las palabras en su peor sentido; si tenía muchas tareas y ocupaciones que hacer, hacerlas con paz y ánimo y rostro sereno; mostrar compasión a los afligidos.

Los miércoles practicaba la humildad, y procuraba estimarse vil y abyecto, y como tal quería que lo vieran los demás; que todos prefirieran a los demás antes que él; creerse inepto para hacer nada bueno; recordaba a menudo la gravedad de sus pecados; buscaba la ocasión de sufrir humillaciones; elegir lo más incómodo para el cuerpo; aceptar las cargas comunes sin admitir ningún privilegio; no jactarse nunca de sí ni de sus cosas; no mostrar una seriedad fastuosa o afectada; enfadarse consigo mismo a causa de sus propias imperfecciones; reprenderse a sí mismo seriamente y alegrase de que los demás conocieran sus miserias.

El jueves se dedicaba en especial a la modestia y la pobreza; por ello evitaba absolutamente mirar a la cara a aquellos con quienes hablaba, sino que miraba al suelo; evitaba gestos afectados con las manos; se esforzaba por ser modesto y humilde al hablar. Soportaba pacientemente la carencia de cosas necesarias, pues se consideraba indigno aun de lo necesario; no deseaba ninguna singularidad en los vestidos; amaba a los pobres, y les daba limosna según la caridad señalada por el superior.

Los viernes asumía el ejercicio de la paciencia, y procuraba evitar todo indicio de iracundia o indignación; quejarse de las molestias sólo en la oración ante Dios; no dar ningún signo externo de estar herido; tolerar con constancia de ánimo y de rostro las burlas, las calumnias, los dolores, las dolencias y cualquier tipo de males, incluso la misma muerte; orar especialmente por aquellos que le ofendían, y de los que se mostraban más alejados de él.

El sábado practicaba en especial la obediencia, y procuraba reconocer a Dios en quien le pedía algo, y obsequiarle como si fuera el mismo Cristo; obedecer de buena gana en aquellas cosas que le parecían más abyectas o difíciles, y recibir a la menor señal del superior cualquier disposición de su voluntad y de las cosas que se referían a él como venida de la mano de Dios.

Entre las demás virtudes, cultivaba especialmente la castidad; para conservarla sin mancha hasta el final, dirigía continuas oraciones a Dios, huía el trato con personas del otro sexo, evitaba la familiaridad y la amistad de los jóvenes, se abstenía de coloquios y miradas que pudieran originar movimientos desordenados. No decir nunca una palabra contraria a la pureza, nunca se le oyó hablar sobre la forma o el encanto. Cuando leyó en una ocasión la vida de Santa Cecilia virgen, se inflamó tanto en el amor a la pureza, que juró ante el altar del Santísimo Sacramento perpetua virginidad, y firmó el juramento con sangre. Para poderlo conseguir de manera más segura, debilitaba su cuerpo con ayunos, usaba cilicios, se ponía cadenillas de hierro, se castigaba flagelándose.

Tenía un celo admirable por el bien del prójimo. El domingo de Quincuagésima, considerando cuántos hombres ofenden gravemente a Dios en estos días, y perecen para siempre, en la segunda hora de la noche se encerraba en la iglesia, y hacía penitencia antes las cinco llagas del Salvador, y por cada llaga se daba cincuenta golpes; por ellos oraba también al Señor con gran devoción los dos días siguientes. Cuando se enteraba de que alguno de nuestros novicios vacilaba en su vocación, inmediatamente iba a rezar al Señor ante el altar del Santísimo Sacramento con gran afecto y efusión de lágrimas, para que le diera el espíritu de perseverancia, y hacía diversas mortificaciones por aquel pobre novicio, con excelente resultado, pues aquel joven inconstante que había tomado una vez la vida religiosa no se iba.

A menudo se inflamaba tanto en el divino amor que parecía estar completamente fuera de sí. Luego recibía tantas gracias y consuelos celestes que apenas podía dominarse. Aunque omitiré otras cosas, no quiero dejar de lado lo que escribió de sí mismo en su diario: “En junio el mismo día de Pentecostés y el siguiente después de recibir la santa comunión me sentía lleno de la gracias del Espíritu Santo, con abundancia de lágrimas”. Otra cita: “El 18 de septiembre, en la fiesta de Santo Tomás de Villanueva, en la témporas recibí el subdiaconado del Ilmo. obispo de Livonia. El día 26 de septiembre, es decir el domingo 16 después de Pentecostés, recibí el diaconado del mismo obispo, que dijo en el momento de mi consagración: ‘Recibe el Espíritu Santo’, y en aquel mismo momento sentí sensiblemente en todos mis miembros como si el Espíritu me llenara con una fuerza sobrenatural, como si una especie de llama (pero con gran gozo del alma) me penetrara completamente”.

En el tiempo de la oración era especialmente ilustrado por el Señor. Cuando en la fiesta de S. Felipe Neri oraba ante su altar aprendió que para decir más ferviente y atentamente las oraciones, hay que decirlas con la boca y el corazón del santo cuya fiesta se celebra. En otra ocasión, mientras hacía la oración mental Dios le enseñó que debía recibir la comunión de la mano del santo cuya fiesta se celebraba. En otra ocasión en que estaba en contemplación, le dijo el Señor que allá donde fuera a predicar a la gente, les invitara al ayuno y otras mortificaciones. En una ocasión le mandaron decir un sermón en la iglesia de Varsovia, el día de la fiesta de San Jorge, y antes de empezar a escribirlo no sólo llevó a cabo diversas mortificaciones, sino que hizo muchas oraciones al Señor con este fin, y se flageló tres veces ante el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Tan bien preparado con muchas oraciones, dijo su sermón con todo el ardor de su espíritu que parecía fuera de sí, y lo proclamó con tanta recolección de ánimo como nunca había dicho un sermón, con tal contemplación de la gente (en la iglesia apenas pudo entrar la mitad, a causa de la multitud) que todos unánimemente bendecían al Señor, y decían estas palabras al siervo de Dios: “Bendígate Dios, que nos has ofrecido un sermón tan hermoso”.

Entre otros dones de la gracia celestial tenía un gran don de lágrimas, que con un sentido íntimo de devoción vertía frecuente y abundantemente, de modo que tenía los ojos inflamados a causa de tanto llorar, y a causa de ello trabajaba con dificultad. Tenía un gran deseo de la patria celestial por la cual suspiraba ardientemente a menudo. Cuando estudiaba en Varsovia teología y le explicaban el tratado sobre la Visión Beatífica, lo escuchaba con la mente absorta, de modo que el mismo profesor se admiraba mucho. Al terminar el tratado, también se acabó la vida de Teófilo, y partió para tener una visión más clara de Dios. Falleció siendo diácono el 23 de octubre de 1688, a los 24 años de edad y 8 de vida religiosa[Notas 1].

Notas

  1. Domesticae Ephemerides Calasanctianae (año I, bim. V).