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11.09. A modo de colofón
A mediados de mayo de 1592, apenas pasados tres meses de su llegada a Roma, escribía Calasanz a su párroco de Peralta y le decía. 'hasta hoy, bendito Dios, he tenido salud y confío con su favor de provar bien en esta tierra'<ref group='Notas'>EGC II, c.3.</ref> . Y hablaba de pretensiones de beneficios, de gente que le favorecía o de quien podía esperar influencias, y aludía al secretario del embajador de España, a un camarero secreto del papa, al datario, al mayordomo del papa y a un fraile cartujo pariente suyo, y al cardenal Colonna.
Pasaron los años y todos esos amigos y valedores de primera hora quedaron al margen y aparecieron otros que nada tenían que ver con beneficios, canonicatos y pretensiones. Eran todos esos hombres de Dios que acabamos de mencionar, cuyas influencias fueron mucho más profundas y duraderas que todas aquellas en las que había confiado para obtener al menos una de las tantas canonjías a que aspiró... y no pudo conseguir.
Sí conseguiría, sin embargo, lo que le estaban enseñando: la santidad.