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CAPÍTULO 1 De cómo las Escuelas Pías Fueron a Liguria [1621]

Estaban ya, como se ha dicho, las Escuelas Pías en tierra de Carcare, en Las Langhe de Lombardía, a diez lenguas de distancia, tierra adentro, de la Ciudad de Savona. Las había llevado allí el Señor Bernardino Castellani, médico del Papa Gregorio XV, que aún vivía.

Encontrándose entonces en Roma, para sus asuntos particulares, el Revmo. Sr. Alejandro Abbate, noble de Savona, Protonotario Apostólico “extra muros”, y algunos Revmos. Prelados de la misma ciudad, obtuvieron de N. V. P. José de la Madre de Dios, Fundador y General, que enviara a los Padres a Savona, para abrir allí las Escuelas Pías. De esta forma, el Sr. Alejandro se llevó consigo al P. Pedro [Casani] de la Natividad, de Lucca, con otros Compañeros, que, con la ayuda de Dios, llegaron a Savona sanos y salvos en 1621, a principio del verano, según recuerdo. Esta fue la primera Casa abierta, desde que la Congregación fue declarada Orden.

Los Padres fueron recibidos por toda la ciudad con mucha alegría, tanto por los nobles, como por los ciudadanos, aunque seis meses antes habían entrado los RR. PP. Jesuitas, y ya dirigían escuelas. La ciudad tuvo Consejo para hacer las cosas con los debidos acuerdos; y fue aceptada por todos a mano alzada la Orden de los Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías en la ciudad de Savona. Pero, como las Órdenes mendicantes ponían resistencia a dar su consentimiento, bajo pretexto de que la ciudad no podía sustentar a más número de Religiosos mendicantes, los Ilmos. Ancianos les respondieron que, si por eso aquéllos no estaban animados a vivir allí, a ellos les sobraba para alimentarlos a todos; con lo que se obtuvo el consentimiento de los Religiosos, como antes la de Monseñor Ilmo. y Revmo. Costa, Obispo de la ciudad, y Nuncio Apostólico entonces ante la Alteza Real de Savoya.

Además, el susodicho Sr. Alejandro regaló a nuestra Orden su palacio, situado en la calle Scarzaria, a mano izquierda de la Catedral, y un Oratorio particular junto al palacio, preparado con escuelas suficientes para nuestro Instituto, un jardín, un dormitorio de 20 celdas, y las demás oficinas convenientes, que luego fue acomodando cada vez más, con un bellísimo salón, donde se declamaban elegantísimas oraciones, poemas, y otras obras doctísimas, a medida que pasaba el tiempo, después de la apertura de las escuelas, lo que tuvo lugar, por cuanto recuerdo, en el otoño del año 1622. Hubo tanta concurrencia y satisfacción de todos, que era una maravilla ver cómo, no sólo los ciudadanos, sino todo el resto de la ciudad enviaba a porfía a sus hijos a las Escuelas Pías. Y veían pasar con gran complacencia aquellas numerosas procesiones de niños, que iban a casa acompañados de los Padres, a los que todos recibían como a grandes siervos del Señor.

Las escuelas eran regentadas por los Padres con tanta caridad y diligencia, que en poco tiempo se vio inculcada en la juventud una modestia y devoción no ordinaria; porque, además de los ejercicios de las escuelas, Oratorios, Congregaciones y Doctrina Cristiana, con la frecuencia de los SS. Sacramentos de la Penitencia y Eucaristía, estaba diariamente con los Padres. Hasta después de comer, en los días de fiesta, entre la Doctrina y las Vísperas, y durante las vacaciones, salían todos con los Padres a muchos lugares de la ciudad, como recreación, donde eran ejercitados en diversos y modestísimos juegos; y, de vez en cuando, también en Laudes espirituales, de los que tanto los niños, como los que se detenían, sacaban mucho provecho para sus almas.

Se suprimió primero una pésima y antigua costumbre de arrojar piedras, no sólo a los muros de la ciudad, sino también en las principales calles, con grandísimo daño de las almas y de los cuerpos. Y es que, al son del tambor, se reunían, a banderas desplegadas, los jovencitos de un barrio contra los de otro, y, encontrándose, combatían a pedradas, no sólo con la mano, sino también con la honda. De esta diversión muchos salían heridos o maltrechos, con fomento de muchas enemistades.

Desapareció de la ciudad, gracias a Dios, aquel escándalo, con la presencia de nuestros Padres, que los acompañaban. En su compañía y bajo su dirección, hacían muchas otras cosas buenas. Aunque podría aducir ahora muchos ejemplos de jovencitos que, frecuentando las Escuelas Pías, hacían acciones muy heroicas de perfecto cristiano, aquí quiero contar brevemente dos, para edificación de la juventud.

El Sr. Vicente Verselini, noble savonés, excelentísimo Filósofo y diligentísimo Historiador de las cosas de nuestro tiempo, tuvo, de su segunda mujer, un hijo llamado Francisco Verselini, que, siendo alumno nuestro, a la edad de unos ocho años

Cayó gravemente, de tal forma que murió.

Pues bien; mientras estaba en cama sufriendo, su Señora madre, que lo quería mucho por ser su primer hijo, -y casi único, porque el otro menor estaba muy inválido y tullido-, se acostaba muchas veces en la cama con los ojos convertidos en dos valles de lágrimas, y lo acariciaba mucho, diciéndole que pidiera todo lo que le gustaba. Una vez que con mayor afecto de madre lo estaba compadeciendo y acariciando, nuestro Francisco prorrumpió en estas palabras: “Señora, vos os deshacéis toda en lágrimas; me decís que sufro mucho, pero estoy en esta cama muy acariciado de Vuestra Señoría y con mucha comodidad, mientras que Nuestro Señor Jesucristo estaba en la Cruz con muchos sufrimientos, y no podía beber un poco de agua para refrescarse ¿No padecía más que yo?” Cuando esto oyó la Señora, toda confusa, lo dejó y se fue. Al llegar nuestros Padres a visitarlo, como alumno, la Señora les contó todo, dándoles las gracias por la buena educación dada a su Francisco.

A la puerta de San Juan, en el burgo que va a la Virgen de la Misericordia, estaba un herrero -en cuanto recuerdo- de la casa de los Allegri, que enviaba a dos de sus hijos, de unos de catorce años, a las Escuelas Pías. Uno de ellos había sido muy disoluto y jugador; pero después, por medio de nuestra Cofradía, a la que acudía, y con la ayuda divina, se hizo un hijo tan bueno, que admiraba a todos. Deseoso de hacer penitencia, se mortificaba y se castigaba mucho con ayunos y disciplinas, no sólo el viernes en la Congregación, sino en su casa. Al final, coronó su vida con una santa muerte; después de la cual le encontraron las espaldas del todo estropeadas; y en su casa, además de la disciplina ordinaria, y la cadenilla, se encontró otra disciplina de la que pendían algunas bolitas de plomo. Se dieron cuenta de que con ella -con poca discreción, pero con mucho celo- se había maltratado.

Notas