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Última revisión de 17:50 3 nov 2016
ORACIÓN En el Funeral del Venerable Siervo de Dios P. JOSÉ DE LA MADRE DE DIOS |
FUNDADOR Y GENERAL De los Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías |
Esta vida nuestra en una materia mortal, corpórea y caduca, oyentes, es un teatro (como dijeron algunos hombres sabios), en la que todos los hombres cuando entramos desde el principio ofrecemos el espectáculo de nuestra vida a Dios, a los ángeles y a todos los hombres. Y ciertamente no salimos de él antes de que, como en una escena, pasemos el tiempo de vida concedido sin representar todos los diversos actos que Dios nos ha concedido en el tiempo de nuestra vida, lo mismo las acciones dignas de alabanza que las innobles. Lo mismo el miserable, que devuelve su personaje con ignominia, como el bienaventurado, que lo abandona con gloria. ¡Oh, con qué honor estos reciben no ya las a menudo vanas aclamaciones de la gente, sino el aplauso de todos los cielos inmortales; no un luctuoso túmulo funerario, sino un cúmulo de felicidad!
Habéis visto, padres, hace poquísimo tiempo salir del escenario de su vida mortal siguiendo el mandato de Dios a aquel que fue el fundador y superior general de nuestra orden, y también defensor y propagador de este colegio Nazareno (instituido como herencia suya por el Eminentísimo Cardenal Miguel Ángel Tonti, hombre digno de fama eterna), con su consejo y con sus obras. Lo visteis en la misma Roma (que es un teatro de santidad para todo el orbe) salir bajo la apariencia de hombre bueno, perfecto, que había interpretado desde pequeño todas las escenas de manera perfecta, durante toda la extensión de su vida y a la vista de todos. ¡Qué piadosa, famosa y gloriosamente lo proclaman las bocas y las voces en toda la ciudad, aunque se callen las nuestras, para que así los nuestros hoy se alegren en lugar de hacer duelo, para que aplaudido por los demás, nada tengamos que deplorar! Siendo tan común el aplauso y tan célebre la salida del escenario, no tenemos ningún motivo para la pesadumbre o el dolor, y muchos para el gozo y la alegría, al ver el fruto que se recoge. A no ser que nuestra piedad filial hable de su familia, cosa que no puede evitar con respecto a su óptimo padre, para que no se pierda el significado de la virtud y del sufrimiento de la vida fructífera del que fue un prototipo viviente.
¿Qué diremos, pues? ¿Si la misma virtud, que revolotea inmortal en los labios de los hombres, que triunfa gloriosa en la misma muerte, que reivindica con toda justicia los honores merecidos, nos pide por derecho propio que hoy nos decoremos con laureles y no que lloremos con lágrimas; que no nos deprime con el luto, sino que nos anima con aplausos? La virtud avanza, no muere; permanece, no perece; de modo que después del funeral la muerte se transforma en inmortalidad, los años en eternidad, las miserias en gozos, y la calamidad en la misma felicidad.
Y no somos de esa gente, oyentes, que pensemos que cuando un hombre muere no será ya nunca o nada. Ciertamente del mismo modo que vivió su ánimo ilustre, pues aunque no lo veíamos estaba en su cuerpo y en sus obras, y en el manera de conducir su vida, del mismo modo estimamos con esperanza cierta que lo mismo que vivió de manera laudable, igual se le dará la felicidad eterna.
Por esa razón, Ciro, el mayor rey de los persas, exhortaba a sus tristísimos hijos a que no lloraran la muerte del padre, sino que creyeran que después del ocaso de esta vida había un futuro mejor para los hombres, más vigoroso y libre de toda muerte. ¿Qué, pues? ¿Acaso la memoria de la vida pasada famosa no es un monumento perpetuo en el que permanece eternamente el honor del difunto, de modo que a medida que pasan los años después de su muerte, del mismo modo crece su alabanza, y no calle la posteridad?
No muere quien vivió honestamente, ni desparece quien brilló con obras egregias. Cuando expira una vez, respira para siempre, y vive mejor en la misma muerte de lo que vivía antes. Por lo cual no me parece ni justo, ni sabio lo que el rey Antígono dijo cuando, muerto el famoso filósofo Zenón: “Oh, qué teatro perdimos!” En verdad vive la virtud del hombre óptimo y sabio después de su funeral, y ofrece su espectáculo para la consideración de los ojos de las almas.
Os ruego, oyentes, ¿no querréis asistir para ver con la mente en el amplísimo escenario del mundo la sempiterna memoria de José? ¿No querréis admirar como en un brillante espejo su alma inmortal, su mismo rostro, sus gestos, sus palabras, en quien todos intuían que no había nada que no fuera decoroso, eximio y admirable? Lo proclamaremos sin duda Héroe Celeste. A no ser que contradigamos la doctrina de Platón, pues conviene que el hombre, mientras tiene en la tierra el cuerpo, con su mente viva en el cielo. ¿No queréis recordar qué famosa, qué digna de alabanza, que gloriosa acción llevó a cabo el Anciano religiosísimo durante su longeva edad? Volved los ojos más arriba, hacia sus primeros años, y mirad la cuna de su tierna infancia. Admirad el ánimo con el que, bañado en las aguas bautismales, se consagró inocente a Dios, en cuanto tuvo uso de razón, para que le conservase puro e íntegro hasta el fin de su vida.
Nace José, siendo Dios propicio y los astros favorables, en Peralta, que es un célebre castillo en los confines de Aragón y Cataluña, con lo cual ambas provincias se hicieron famosas con su afortunado nacimiento, y no sólo el lugar en el que él nació. Pues como su propio nombre ya presagiaba su fama, nació a los suyos como el lucero de la mañana, o luz que anuncia el día, que con la preclara luz de su virtud daría espléndido resplandor a muchos para llevarlos al camino de la doctrina saludable, al puerto de la salvación, al premio de la felicidad eterna; pues del mismo modo que se realizó este presagio, se cumplieron todos después.
Nació él mismo ilustre, de padres nobles y piadosos; de la familia paterna Calasanz, y la materna Gastón, que desde antiguo se gloriaban en la España citerior no tanto por la fama de sus antepasados, o por la fortuna abundante, o por la numerosa descendencia, cuanto por la integridad de vida, el culto de la religión y rectitud de costumbres. Aunque guarda José en la mente lo que el poeta dice:
(puesto que nadie elige ni la familia ni la patria). Nunca consideró que le perteneciera lo que había heredado de sus mayores, sino que se callaba como si fuera algo ajeno a sí mismo, ya que no tenía por qué gloriarse en ello). Nadie puede gloriarse de los hechos de sus mayores si no es capaz de superarlos con hechos más admirables, y quien no hace brillar con sus hechos las obras de sus mayores, para que así toda la familia brille más. El mismo nombre de José resuena con gran alabanza. ¿Qué significa José, sino grande, máximo, incremento? Para que entendiéramos que no era casual, sino consejo divino el que le llamaran con este nombre, de modo que al mismo tiempo que creciera, aumentara la luz de su virtud, hasta convertirse el lucero en sol. Y para que siguiera las huellas del antiguo José, de modo que igual que el otro fue famoso en el reino de Egipto, este ilustrara con sus gestas el de España.
Y ciertamente lo ilustró cuando siendo aún efebo, casi como Febo en un nuevo cielo, se ejercitaba vigorosamente en la palestra de la piedad y las letras, y brillaba admirablemente para llevar con su luz a sus compañeros a la adquisición de las virtudes en el tiempo cuando cultivaba la óptima índole de su bondad, y una muestra de su ingenio singular. Cuando ni las blanduras de casa lo detuvieron en su camino, ni le sedujeron las seducciones de fuera, de modo que pudiera alcanzar un fruto óptimo desde su tierna edad con frutos de virtud en costumbres y doctrina probadas. Omito muchas cosas, pero escuchad un hecho admirable de su niñez.
Era un niño que lo mismo tomaba con su mano la pluma que se armaba con una espada, y salía a la puerta de la ciudad. ¿Cómo es eso? ¿Os reís porque se trata de la tontería de un niño? En modo alguno, os digo. Este adolescente bien cuerdo y de ánimo viril salía al campo movido por un impulso celestial, y de la mima manera que se caza a las fieras, intentaba herir y desbaratar, atemorizar en lo posible, a los terribles ejércitos de la impiedad, a los ladrones de la divina gracia. Tenía tanto odio a la maldad que le declaraba la guerra sin cuartel. ¿Qué guerra no declaró virilmente desde su tierna edad a todos los ejércitos del mal, a los monstruos bárbaros, y en la cual luchó valerosamente, y contuvo la osadía de los enemigos, y rompió su ímpetu, y resultó vencedor muchísimas veces, y consiguió casi innumerables trofeos de gloria para conseguir una feliz inmortalidad? De este modo tanto los suyos como los de fuera concibieron una casi increíble expectación acerca de su futura virtud. Pues nadie dudaba que al llegar a la madurez produciría ubérrimos frutos de piedad y doctrina, del mismo modo que un amanecer luminoso suele presagiar un ocaso brillante.
De aquí José, para que pudieran colmar y defender las expectativas comunes de todos con mayor facilidad, sale de la casa paterna a las más famosas universidades de España en aquel tiempo. Es increíble cuánto aprovecha, y qué rápidamente progresa quien une la erudición con la piedad, de modo que empapen lo más íntimo del alma juntas, y de este modo poder enseñar a los demás la luz que uno posee; juntamente la poesía con las letras de los humanistas; la retórica con la dialéctica; la jurisprudencia con la filosofía; la sacra teología con las demás doctrinas. Reunía con las dotes de su ingenio las que son adorno del alma: avanzaba a la vez en virtud y en ciencia; conseguía al mismo tiempo la erudición de la doctrina con el esplendor de la castidad. ¡Cuánta piedad hacia Dios! ¡Cuánta observancia hacia sus preceptores! ¡Cuánta humanidad con sus compañeros! Todos admiraban no tanto la elegancia de sus letras cuanto la integridad de sus costumbres.
Por ello el obispo de la Iglesia de Jaca, al que en aquel tiempo toda España veneraba como otro oráculo de doctrinas sagradas, y de quien recibieron la luz de la ciencia como de un sol aquellas dos lumbreras que fueron Báñez y Medina, se gloriaba de tener como un Acate junto a sí a José, que entonces era joven de edad, y brillante en las letras, pero maduro en el consejo y angelical en las costumbres, para los más elevados estudios. ¿Cómo así? Porque el prudentísimo joven, al que la naturaleza dio un loable pudor, no sólo lo conservaba como un arma validísima para ahuyentar los vicios, sino que lo seguía como a un diligentísimo pedagogo, que no tanto lo sacaba de los vicios cuanto lo empujaba hacia las virtudes. Y por ello es mejor exhortar a los adolescentes para que disciernan de qué modo regirse, no sea que por alguna temeridad imprevista debida a las costumbres de los compañeros (de las cuales por ello se abstenía todo lo que podía), resbalen en alguna mancha vergonzosa.
¿Por qué, siendo ya famoso tanto por su doctrina como por su castidad, más de lo que parecería normal por su edad, fue nombrado de mala gana secretario y consejero de una pía y nobilísima señora? Creo que se trata de un hecho promovido por Dios, para que, amenazada, brillara más hermosa su virtud, y para que este nuevo José fuera digno de alabanza lo mismo que el antiguo.
Era José, lo sabéis bien, de hermosas facciones, de aspecto decoroso y comportamiento digno, de modo que
Atraía las miradas y las alabanzas de todos, y qué prudentemente y con qué pudor trabajaba en las habitaciones interiores de la casa de la rica mujer. Ocurrió sin embargo que una vez, en la que no había testigos, ella le acometió con caricias mientras hacía su trabajo. ¿Qué creéis que hace este para renovar la fe del José de Egipto en España, para instaurar su constancia, para conservar la castidad? No abandona su manto, sino su trabajo. No sale fuera de la habitación, sino de la ciudad, ni pudo quedarse dentro de unos muros en los que se da cuenta de que el pudor era impugnado, no propugnado; ofendido, no defendido. Tan grande era en aquel honestísimo joven el amor al pudor, tanto el candor de su virginidad. De aquí el hecho de que a menudo en lo sucesivo renunciara a la familiaridad de los amigos de los que sospechaba que echaban a perder la flor de los cuerpos. Ciertamente es un gran milagro de aquella edad efervescente de la adolescencia. Él consideraba que no es auténtica la amistad que no se sustenta firmemente en la virtud con sus apoyos, y que no puede haber amistad sino en los buenos. Aún más, repetía muy a menudo en sus sermones: Las almas de los hombres no son más felices ni por la multitud de amigos, ni por la fama de gracias recibidas, ni por la cantidad de honores humanos, sino sólo por la piedad de Dios, con pura e incorrupta mente. Y quizás estaba de acuerdo con lo que dice el filósofo, que nadie puede ser feliz si no posee virtudes, con las cuales se limpia el alma de toda mancha.
Habrá aprendido además mucho más laudablemente de las cosas que de día y de noche manejaba, como monumentos de letras sagradas. Qué agradables, qué aceptables, qué suave víctima a Dios Suma Bondad pudo ofrecer la mente pura y el corazón limpio. Y para que cada día (como pudo hacerlo en lo sucesivo, de manera solemne) pudiera ofrecerse justo con la hostia saludable por el género humano, por voto hecho estando enfermo, de que curó por la bondad divina, goza de ser distinguido por obispos católicos benevolentes, con el sagrado carácter para siempre. ¡Oh, qué transformado se vio con ello! ¡Oh, cuánto avanza con ello en virtud, con qué estudio, con qué diligencia, con qué en integridad, con qué fidelidad ejerce este ministerio tan divino!
Los que hasta ahora mirasteis en el teatro de su adolescencia el espectáculo que ofreció el castísimo joven, conoced por la uña el león, por la línea a Apeles, por el exordio, el progreso. Si tuviéramos que contar todo lo que se refiere a ello sería demasiado largo, ya que toda semilla preciosa que nace en la edad que comienza, produce un fruto tan abundante en todo tiempo que en modo alguno puede la elocuencia narrar todos los hechos dignamente. Pues si los hombres buenos y justos desempeñan bien su personaje en los tiernos años, se puede esperar que en lo restante de su larga vida como sacerdote del Señor puedan seguir desempeñando bien su papel.
Y en verdad tal vez no se ha visto un hombre de mayor integridad, fidelidad y virtud al servicio de la dignidad sagrada, que el admitido como ayudante por el ilustre obispo de Lérida, hombre de sana doctrina y costumbres. Lo hizo ayudante suyo como consejero privado, y como director espiritual, para llevar a cabo una comisión confiada a él por Felipe II, rey de España, sapientísimo. No sólo para que le ayudara, sino para que casi dirigiera, tratara y completara, no tanto por la destreza de su ingenio como por su integridad de vida, la visita del famosísimo en todo el mundo Monasterio dedicado a Nuestra Señora de Montserrat. Para que investigase, y se juzgaba que había que cambiar algo, restableciera el orden y diera leyes para restablecerlo a su mejor estado. Con el fin de que, con la ayuda de Dios, una vez recibido el consejo de los hombres sabios, no quedara nada por hacer según los deseos del rey. ¡Hasta ese punto eran admiradas en aquella edad juvenil la habilidad, la fe y la honradez de José!
Sigamos adelante, para ver el valor de su prudencia, su consejo, su autoridad, su virtud después. El obispo de Urgel Ambrosio de Moncada, hombre no tanto notabilísimo por la gloria de su origen como celebérrimo por la suma integridad de costumbres, de religión y doctrina, conoció la fama de José en sus años juveniles, y lo llamó a su diócesis para que la rigiera en su lugar, y lo pone al mando en lo civil y en lo religioso, para que rija a los sacerdotes con su guía e instruya a la gente de un amplio territorio en santas costumbres con su palabra y con su ejemplo. ¡Cuánto trabajo hizo, oyentes, con cuánta prudencia experimentada, con cuánta constancia, para propagar la mayor gloria de Dios, para restituir el culto de la religión y los deberes de la piedad! Imaginad por un momento que veis con vuestros ojos aquellos montes escabrosos, llamados Pirineos, con unos caminos por los que camina con gran dificultad, y de allí, compuestas las cosas según el derecho, pasad a otros lugares. Nunca se detiene en ninguna parte, no descansa en ningún lugar, en ningún poblado, sin cumplir lo que tenía que hacer, con gran esfuerzo, con gran piedad, alabanza y gloria. Es difícil decir si muchos documentos que sean ornamento de las obras de las almas o alimento de los cuerpos de los demás, monumentos de la piedad, dejara de hacer. ¡Qué obras creó al servicio de las familias de los pobres con liberalidad, dedicando a ello todo el dinero de sus réditos y beneficios eclesiásticos, regidos durante años al servicio de la gente, para lo cual parece que había nacido! ¿Quién creó un banco de grano, que duró bastantes años, para ayudar a la gente en la dureza del invierno? ¡Oh, clemencia raramente oída! ¡Oh, liberalidad insólita! ¡Oh, qué bien, qué verdaderamente el escudo familiar que alaba a su antepasado Beltrán Calasanz, famosísimo varón, por el servicio prestado al rey católico Jaime en el ejército con mucha gloria, hoy puede alabar otro tanto a su descendiente José, quien como un perro fiel que lleva en la boca una bolsa con toda la riqueza, no la gasta para otro uso que no sea extender la piedad y aumentar la fe y la alabanza a Dios!
En verdad aquel que tan generosamente entregaba lo suyo para remediar la pobreza de los indigentes, de ningún modo toleraba que entre los ricos surgieran rencillas. Os pido que estéis atentos a esto. El rapto de la nobilísima hija de una familia de Barcelona por un joven de otra igual en nobleza y en poder había suscitado una grave enemistad, que hizo surgir un odio mortal en sus pechos inmortales que no creeríais que se resolvería el asunto más que con la destrucción no digo ya de las dos familias, sino de toda la ciudad y de casi toda la región. Ya están preparadas las armas en las manos de los jóvenes ociosos y enfurecidos, que forman casi dos ejércitos. Ya se preparan para luchar, ya ocupan el campo y los huertos que rodean la ciudad. Se desafían a muerte unos a otros, y todo se encuentra en extremo peligro. Muchos y grandes príncipes, intentan en vano apagar el incendio. Uno pide ayuda al obispo de Urgel, para que dé algún remedio oportuno a ello. Y aquí tenéis de nuevo a nuestro sacerdote, que entonces era vicario general, destinado a dirimir y arreglar aquella situación. ¿Qué puede hacer en medio del estrépito de las armas, en medio del grave tumulto? A caballo sale rápidamente a los campos, acude a donde está la gente armada, a donde habían ocupado las fortalezas. En seguida se dirige a una parte, y luego habla a la otra. A unos y otros avisa, suplica, promete, amenaza, hasta que con admirable habilidad dulcifica los ánimos, elimina las iras, apaga los odios, compone el sentido común, desarma las manos y a todos devuelve la gracia. Y para que se consolide con firme amor, persuade a las dos partes para que se celebre la boda honrada entre ellas. Así une las dos casas, después de contraer parentesco. ¡Oh prodigio, oh milagro! No hay nadie de los armados que no se someta a José, que no obedezca la autoridad de este sacerdote; tanto vale la prudencia y la honradez en el hombre. ¿Quién triunfó nunca, oyentes, impedida felizmente la guerra, arrodillado arrepentido el ejército, de manera tan gloriosa en un teatro romano como triunfó José, con aplauso, una vez tranquilizados los ánimos y calmado el tumulto y tranquilizada la perturbación de la nobleza no digo ya de toda la ciudad, sino de todo el reino? Triunfó ciertamente con el aplauso de todos y el espectáculo de su virtud se ofreció con suma alabanza en toda Iberia.
Ya los teatros romanos (que acostumbran a experimentar la virtud sólida) pedían conocer y admirar tanta virtud de José con su ejercicio. Vino él a Roma, pero no porque esperara la corona de gloria que había rechazado en España. No buscaba honores, que allí se le habían ofrecido a menudo, bien ricos y honrados, y que él despreció con gusto. Vino para ver la efigie perfecta de la santidad, y para venerarla. ¡Cuánto creció aquí su piedad! ¡Cuánto se incrementó su devoción! Todo lo que en aquella época en Roma estaba esparcido y diseminado admirablemente en no pocos hombres honrados (de cuyo contacto frecuente él se deleitaba) como en las flores, José lo almacenaba en su panal. A menudo visitaba los lugares llenos de veneración, y con piedad rogaba a Dios cada día que le condujera en su luz para seguir en todo la guía de la voluntad divina, de modo que caminara en un camino que le llevara a alcanzar toda honestidad y rechazar toda torpeza, pues sólo buscaba la auténtica virtud, y no la gloria vacía.
Pero como la luz de una mente preclara en ningún modo puede permanecer en tinieblas, ni se puede esconder la luz de la virtud, sin que emita de algún modo esplendor para admiración de sí, el honor y columna del senado cardenalicio Marco Antonio Colonna (cuya prudencia y prestancia de vida iluminó más claro que la luz del sol todo el orbe; cuya nobilísima casa dio al mundo muchos héroes tan nobles como el caballero troyano, y que puede contender con cualquier otra acerca del primado, pero no es superada por ninguna), Marco Antonio Colonna, pues, quiso servirse familiarmente del trato de este hombre en temas de sagrada teología, para consejero y para las costumbres. ¿Qué más quiso? Lo nombró su director espiritual, y quiso que su excelentísimo sobrino respetara a José como si fuera su padre, y que le besara la mano y le pidiera la divina gracia para él cada día. Estos príncipes apreciaban tanto la virtud y la bondad que no se desdeñaban en venerarlas en otros. No diré aquí con cuánta benevolencia y con cuánta humanidad abrazó él esta famosísima casa de los Colonna, y tampoco cuánto honor fue él para ella, y con cuánto amor la amó. Tampoco diré qué espectáculo singular de religión ofreció en ese lugar.
No buscaba él la gloria que depende de la suerte y fruto de la maldad, sino que ponía la verdadera alabanza toda en el embellecimiento de las almas, y, como nadie ignora que lo que perfecciona al hombre es la disciplina del silencio, observaba en la corte la disciplina de la austeridad de vida, para ser encomiado como hombre religioso, y no como cortesano. ¿Qué, pues, si hombres religiosos y otros hombres doctísimos iban a consultarle frecuentemente sobre muchas cuestiones importantes o para entender los misterios sagrados de las cosas, no como a una cortina délfica, sino como a un auténtico intérprete del oráculo divino? Hay muchos de la familia seráfica de los conventuales de mucha autoridad, religión y fe, que pueden atestiguar que no sólo opinan, sino que saben; no sólo han intervenido, sino que muy a menudo han hablado con él, y todos confiesan ingenuamente que han progresado con su trato angélico. Entre ellos estaban los primeros venerables superiores de los carmelitas descalzos que brillaron en Roma por su virtud, y que testificaron haber experimentado esto durante mucho tiempo como testimonio para la posteridad. En verdad había en él divina e increíble doctrina de las leyes sagradas, y en él no había nada vulgar ni común, y me atrevo a decir que nada humano, sino que todo se volvía singular, eximio y divino. Ojalá nosotros, que más tarde estábamos pendientes cada día de sus palabras, refiriéramos los consejos que nos daba no con artificiosos halagos, sino con un discurso lleno de espíritu, acerca del amor de Dios, de seguir la virtud, de huir la vanagloria, de tener bajo concepto de sí mismo, de buscar nuestra salvación y la de los demás diligentemente, y de todas las demás cosas divinas de las que muy a menudo nos hablaba; porque si antaño los oráculos celestiales se escribían mediante piedrecillas blancas, en nuestro tiempo deberían escribirse con letras de oro, de modo que en lo que nos falla la memoria, todos estos documentos de divina memoria quedaran para eterna memoria de los que vendrán después.
Tanto pareció haber aprendido cuando iba día y noche a las augustísimas capillas de los templos, en silencio, a la sabiduría de Cristo escondido entre las vestiduras blancas del pan. Esa costumbre la mantuvo durante toda su vida, y exhortaba vehemente a los suyos a observarla; pues conocía por experiencia cuánta luz se difunde de allí divinamente para el hombre, para el verdadero conocimiento de las cosas saludables. Pero, ¿para qué recordar sus dichos, si sus hechos hablan más elocuentemente, pues sólo ellos pueden construir una digna alabanza al hombre, pues constituyen la entrada patente para conseguir una gloria inmortal, y que no hay nada mayor que se pueda decir en alabanza suya? ¡Qué dilatada llanura se extiende ante nosotros! No había obra de virtud, ni hecho de piedad practicado por otros que él no siguiera sin fruto con todo entusiasmo.
Entre ellos mencionaremos que estuvo entre los fundadores de la confraternidad de los Doce Apóstoles (cuyo apostolado consiste en apoyar a los pobres vergonzantes, y a los enfermos, a quienes asisten en lo necesario para recobrar la salud). ¡Qué diligente fue nuestro José en las visitas a los enfermos! ¡Qué cuidadoso aparecía siempre ayudando a los pobres! ¡Qué a menudo añadía a aquellas obras su propio consejo y su dinero! Él mismo, más diligentemente que los pobres buscan la leña, buscaba a los pobres, y a los que sabía que estaban en mayor necesidad, pero por motivos de pudor se daba cuenta de que se retrasaban en pedir ayuda, a ellos los sustentaba repetidas veces con dinero a escondidas, con mejor intención que Cimón antaño a los atenienses. Todavía hay muchos testigos oculares de su admirable benignidad, hombres ricos, rectos y sabios, que saben y dicen cómo él dedicó su fortuna a obras pías, para aumentar la gloria de Dios y ayudar a la virtud de los hombres; lo saben y lo recomiendan.
Pero él, que era mucho para los pobres y a los enfermos, quiso ayudar también a los difuntos; fue admitido entre los que procuran esforzadamente disminuir los suplicios de las almas fieles que sufren los suplicios en los incendios de las llamas purgantes. ¡Es admirable cuánto se esforzó con oraciones a Dios para que salieran de las llamas del purgatorio y pasaran a disfrutar del premio eterno! En su mente estaba presente, y a menudo repetía, qué cosa tan santa y saludable es implorar la ayuda divina para los difuntos.
Ahora bien, quien se ocupaba tanto y con tanto fruto de aumentar la piedad de los demás, en ningún momento se olvidaba de la suya propia, así que frecuentaba piadosamente a menudo y con mucho fruto de todos sus socios la cofradía de los Santos Estigmas de San Francisco (a la que también dio su nombre), obra admirable para el aumento de la virtud de sus miembros, y la frecuentaba de tal modo que su ejemplo de fidelidad y honradez brillaba para los demás, ya que él estaba convencido de no haber nada deseable en la vida más que la virtud y la piedad. Para conseguir lo cual, sin embargo, le parecía que había que despreciar todos los peligros mortales y mortificaciones para el cuerpo, por lo cual no movía una piedra ni dejaba nada sin intentar que pudiera producir algún tipo de obras buenas.
¡Escuchad, qué ingenioso, qué vidente Argos es el amor a la piedad en José! En aquel teatro romano veía a muchos hombres ilustres que se dedicaban a obras de piedad. Pero no veía a nadie que se dedicara a formar a la tierna niñez pobre, que defendiera la flor de toda la vida ante los daños del tiempo y la naturaleza para producir frutos de honradez; que se inclinara hacia la humilde cuna de los hombres que acababan de nacer, y que de este modo se dedicara al provecho de toda la república cristiana. Él dirige todas sus preocupaciones, todos sus pensamientos, todos sus esfuerzos, en este objetivo. Quien acostumbra a estimar las cosas a partir de la verdad y no de la opinión, no le parece que sea un pensamiento de poca importancia ni que deba descuidarse, para que se eduque a la niñez destituida en las buenas letras y en las costumbres pías, pues con el uso de las cosas divinas y con la práctica de las máximas había conocido ser verdad lo que dejó escrito Platón: si el adolescente está bien instruido, es como si Dios aparece entre los hombres; si se descuida, se convierte en una bestia. La república será lo que la edad adolescente prometía como fruto cuando era aún verde hierba. Porque de la instrucción de los niños dependen tanto las cuestiones civiles como las religiosas, y ambas componen la vida de la ciudad.
Con ánimo decidido, con suma dedicación, con todo esfuerzo, acomete la pía obra que tenía pensada llevar a cabo, y porque seguía firmemente las huellas de Cristo el Unigénito de Dios, y que ya mucho antes el poeta Isaías había predicho de él que sería enviado por el Padre quien diera a conocer a los pobres los documentos de la ley, pues de ningún modo quería que los niños pobres estuvieran privados de su pía instrucción. Emprende, pues, con la ayuda de Dios, por fin la obra, y con ella enormes trabajos. Soporta muchas molestias de los hombres, y de aquellos quizás que menos entendían, pero él no tenía otro cuidado que tener algunos compañeros a los que mientras tanto mantuviera a su costa, quienes, siendo él el guía, continuaran aquella obra tan piadosa que había comenzado para común utilidad de todos. Obra ciertamente difícil y costosa, y quizás de mínima importancia para algunos, pero gratísima para Dios y muy alabada de hombres sapientísimos. Incluso Clemente Octavo, hombre de gran prudencia en sus obras y en su piedad, que dijo que había pensado llevarla a cabo él antes, aprobó con gran alabanza lo llevado a cabo por José, y le ayudó, entregándole cierta cantidad anual, lo cual siguieron haciendo después muchos Sumos Pontífices dando privilegios a la obra, y otras ayudas, y del mismo modo hicieron príncipes, reyes y reinos, convirtiéndose en mecenas que favorecieron el principio y el desarrollo de la misma.
Aquí prefiero pasar de largo las alabanzas dirigidas a José por hombres muy ilustres, que lo ponen en el cielo. Paso por alto los encomios con que ensalzan la obra tan piadosa fundada por él como excelente para formar a la niñez en la piedad cristiana y en las mejores disciplinas. Todas esas cosas ni puedo, si quisiera, ni querría si pudiera, referir en el resumen de un discurso. Hay muchas voces, y muchas autoridades de grandes hombres que celebran a José, el fundador de las Escuelas Pías, como hombre dignísimo de toda alabanza por la insigne perfección de su vida cristiana; muchos los que proclaman que se trata de una obra de gran importancia y de gran utilidad.
¿Qué no procuraba José, como primer moderador, para perfeccionar una obra tan piadosa en una milicia religiosa y sacra no mucho más tarde, con la voluntad, el voto y la ayuda de los Sumos Pontífices Pablo V y Gregorio XV (cuyas virtudes admira todo el orbe), con la aprobación de los cardenales, siendo Benito Giustiniani, óptimo patrono, guía y consejero? ¿Qué no hizo para que a ella se unieran como primeros compañeros algunos hombres que brillaban entre los hombres por la fama de su sangre, por el esplendor de su doctrina y por el adorno de sus virtudes? Permitidme mencionar algunos en este lugar de honor: Pedro Casani, fallecido el año pasado, al cual oís llamar venerable por la eximia doctrina y santidad de vida; Pablo Ottonelli, cuyo noble origen, virtud y piedad brillan en sus hijos condes, que corte de Modena recibe y admira; Viviano Viviani, de Colle, hombre egregio de tal pericia del derecho y prudencia, que no sólo en Etruria, sino también en Liguria, muy a menudo se le prefería en lo jurídico y en el responder; hombre admirado por sus óptimas costumbres, y en Narni considerado religiosísimo. ¿Quién más? Francisco Castelli, de la familia de los marqueses Castelli, que dieron héroes célebres de toga y capa en Umbria, en Etruria y en ciudades de otros lugares, y cuya fama es aún enorme. Pero de los que todavía viven no me parece bien hablar.
¿Me referiré para terminar a Glicerio Landriani, celebérrimo por su nombre y por el de sus mayores? De tal modo digno por sus virtudes y costumbres que grandes príncipes pidieran al Sumo Pontífice Urbano VIII, con su aprobación, que lo contara en el número de los Beatos. Omito otros muchos, entre los más de mil que hasta ahora le han seguido, y merecen ser alabados por su carácter y por su vida, no sea que la lista de toda esta milicia religiosa parezca que quiera luchar, o impresionar los oídos de alguno, o como dice el proverbio, jactarse de su arte. Omito también mencionar cómo por la habilidad de José y sus compañeros, por obra de muchas ciudades, a petición de grandes príncipes y no desaprobándolo Dios, en breve tiempo, larga y ampliamente esta milicia marchó por grandes caminos. Cruzó Italia; vino a Sicilia; se acercó a Cerdeña; subió a Germania; ilustró Moravia y Bohemia; entró en Polonia; en Francia a menudo; de España, donde no ignoraban que se tenía el permiso real para abrirla, la llamaron muchas veces.
¡Cuánta fue la piedad de la gente en todos los sitios! ¡Cuánta liberalidad ejercieron con ella los príncipes! En Etruria la apoyó la clemencia innata de los Serenísimos Príncipes, que a menudo la favorecieron con su ayuda, para memoria eterna. En Sicilia, ¡qué piadoso y generoso fue con ella el Virrey Fernando, Duque de Alcalá, honra y adorno de España! Callo la benevolencia de los Calleritanos de Cerdeña. Callo también la humanidad encontrada cada día en el piadosísimo Virrey Duque de Montalto, cuyo recuerdo admiramos con gratitud. Tampoco menciono a las autoridades y a la gente de Liguria, de Insubria, de Umbría, de Tuscia, del Piceno y de otras provincias del reino en toda Italia, que son cada vez más merecedoras. Ojalá pudiera mencionar en este lugar algunos particulares que merecen ser citados por su dignidad, a quienes haría falta poder dedicar más espacio, y sería grato hacerlo. Sin embargo no puedo menos que mencionar la benignidad y liberalidad del gran y sagrado príncipe Cardenal Francisco Dietrichstein, quien apoyó con su paterna caridad a la orden naciente en Germania, y la ha protegido con su autoridad siendo adolescente, y la ha propagado en muchos lugares. Ojalá hubiera permitido Dios que tan excelente persona hubiera sobrevivido más tiempo. No obstante, y nos alegramos de ello, tanta piedad, como si fuera una herencia celeste, sobrevive y obra admirablemente en su sobrino Maximiliano. Y nos alegramos también de verla innata en otros muchos grandes príncipes del Imperio: en Gundakero, príncipe de Liechtenstein; en Febronia Herula, oriunda de la estirpe de los Perenstain; Francisco de Magnis, Conde de Strasnitz, el ejemplo de cuya piedad mucho nos anima. Nosotros debiéramos levantar un monumento a cada uno, de modo que en lo sucesivo no los olvidemos nunca, y así su ayuda, aunque no quiera ser contada, se vea claramente reflejada.
¿Y qué diré finalmente de Polonia? ¿Hablaré de la singular e ínclita magnificencia, piedad y benevolencia del invictísimo en otro tiempo Rey Ladislao IV (cuyos gloriosísimos hechos rivalizan con la eternidad)? Siempre recomendaremos, porque no podremos olvidarlo, a aquel óptimo Mecenas y fortísimo Aquiles que humanamente nos acogió, liberalmente nos favoreció, y constantemente nos protegió. Pero en aquel amplísimo reino debemos recordar con gratitud también al Gran Príncipe Duque Gregorio Ossolinski, supremo canciller de Polonia, y a Stanislao Lubomiski, capitán general palatino y de Cracovia, que siguiendo las huellas del Rey nos trataron con afecto muy humano, y nos honraron con su paterna tutela. Confesamos a todo el mundo que les debemos eterna gratitud.
Pero, después de todas estas alabanzas, volveré al tema de mi discurso, a José, de quien aunque se digan muchas cosas, quedan muchas más por decir. ¿Alabaré de nuevo en el anciano la prudencia, que ya habéis admirado como singular cuando era joven? ¿De la cual aprendisteis del Doctor Máximo que es la única entre los restantes adornos de las virtudes que aumenta con la edad? Testigos de ello son tantas cartas, de su puño y letra, incluso cuando ya era anciano, que tratan de cosas varias, diversas, y graves sobre todo tipo de cuestiones humanas, que con divina sabiduría escribía muy a menudo a los suyos y a los de fuera, a la gente vulgar y a los príncipes. Testigos de ello son los saludables consejos que daba en temas complicados y dificilísimos que daba a mucha gente principal que se los pedían para moderar sanamente sus ánimos, que daba no desde el trípode de Apolo sino desde el Numen celeste. Testigo es, en fin, la elección de las cosas mejores, que quería seguir en todo asunto, para que toda la vida se fundara rectamente con velas y remos, de modo que prefería morir antes que conseguir y poseer alguna cosa que pareciera buena con algún arte.
¿Alabaré su constancia de ánimo? ¿La manera admirable como, una vez fijada la razón de su vida en lo mejor, perseveró siempre? ¿El que permaneciera siempre siguiendo el propósito y esfuerzo de buscar la virtud?¿El que dedicara mucho esfuerzo a las cosas reconocidas como egregias y elevadas? ¿El que despreciara con todas sus fuerzas lo que muchos suelen admirar y anhelar con toda su mente? No buscaba los premios humanos consecuencia del recto obrar, sino el mismo obrar recto. Ni quería que el hombre fuera árbitro de su mente, sino que buscaba al mismo Dios en todos sus asuntos.
Permitidme, os ruego, pasar de largo en silencio en cuántas y cuán graves ocasiones resistió pacientemente a los ataques en los que siempre venció, para que no parezca quizás que alabar la paciencia de tan gran varón cause ofensa a otros. Pienso que en este tema basta con esto: si estando vivo quería sepultar la memoria de las injurias, muerto no querría en absoluto excitarla. Es dudoso si debemos alabar más la tolerancia al soportar o la mansedumbre al perdonar. En todas las cosas mantuvo la misma firmeza de ánimo, nunca perdió la tranquilidad. En tiempos prósperos se mantenía él mismo, y en los adversos nunca otro, con plácido rostro, corazón pacificado y mente serena, de modo que no era fácil que el viento adverso quebrara su ánimo, ni que el favorable lo hinchara. Y al que humildísimo no hacía caso de los elogios, no le resultaba difícil despreciar pacientísimo las murmuraciones. Estaba listo para sufrir y padecer en nombre de la rectitud todos los sufrimientos, todas las incomodidades, todos los peligros y hasta la misma muerte.
Pero ¿por qué sigo yo, oyentes, abriendo cada una de las escenas de este teatro tan rico? ¿A qué virtud pasaré revista en particular, de las que tenían morada en su alma como en una amplísima sede? ¿Qué la modestia, con la que aborrecía el pecado más que la muerte? ¿Con la que buscaba en todas las cosas que los demás crecieran, y disminuir él mismo? ¿Qué la continencia, él que nunca permitió tratarse con el lujo de las blanduras de la voluptuosidad? ¿Con la que procuró diligentísimamente dominar el apetito del cuerpo para que siempre estuviera sometido a la razón del alma? ¿Qué la fidelidad, que una vez ofrecida a Dios con voto, o entregada a los hombres, nunca, ni de palabra ni de hecho, violó, y que observó íntegramente siempre? ¿Qué, para terminar, la religión, sumo y máximo adorno del hombre óptimo, con la cual veneraba con pura, íntegra e incorrupta mente y palabra el culto del Óptimo y Excelso Dios, el obsequio a la Bienaventurada Virgen, y la memoria de los demás santos? ¿Acaso no son banderas y amplísimos y abiertos testimonios de este culto de religión y veneración, que alabo, la denominación para sí mismo y para su milicia de Pobres de la Madre de Dios, las oraciones obligatorias que compuso, y los ayunos que él introdujo? Me faltaría tiempo, y no sé cómo podría completarlo, si quisiera decir en un discurso todas las buenas costumbres de alma y de la naturaleza que cultivó y en las que brilló.
Resplandecían en él de modo admirable todo tipo de cualidades: la magnanimidad con la mansedumbre; la gravedad con la desenvoltura en el comportamiento; la benignidad con la severidad; el entusiasmo con la austeridad; la alegría con la modestia; una cierta amable dignidad con la venerable majestad de su rostro. Y así el mismo curso de su longeva edad, que empezó con alabanzas, continuó gloriosamente, y terminó con una salida admirable, con el aplauso de todos los espectadores. Salió del teatro de la escena realizada con suma alabanza, siendo casi centenario de edad, como un grande e inmortal en la virtud. ¡Oh glorioso día de la muerte, que es para el hombre el comienzo de una inmortalidad felicísima, y corona de sus virtudes! ¡Oh, qué bien sucede que a quien condujo una vida admirable en la honradez obtiene también una muerte celebérrima en la gloria!
Atended, oyentes, un poco de tiempo todavía y mirad conmigo el último acto de su vida, que José ha realizado gloriosamente. Quizás la edad ya era madura en años, aunque en su vigorosa senectud, para la muerte, pero ciertamente la virtud por sus frutos estaba madura para la eternidad. Entonces José se siente apretar por los tormentos vehementes de los dolores, faltar las fuerzas, debilitarse los nervios, y al mismo tiempo surgir dentro el incendio de la fiebre (que muchos médicos no parecen diagnosticar, no sin misterio de la naturaleza o por designio divino). ¡Cuánta paciencia, oh Dios inmortal! ¡Con cuánta tolerancia, sin quejarse durante el calor del verano, venció la violencia de la enfermedad durante veinticuatro días de lucha! ¡Con qué serenidad de ánimo recibió el anuncio de su muerte cercana! ¡Con cuánto entusiasmo anhelaba el paso afortunado a la otra vida! Una sola cosa lamentaba, y era que el enfermo cuerpo, oprimido por los dolores, casi impedía a la mente volar libre allá donde incólume esperaba poder descansar para siempre en las delicias; y que le permitiera a su lengua el hablar de las cosas divinas, de Dios, de la felicidad eterna sólo en pocos momentos.
En verdad al hombre recto nada le duele tanto cuanto el verse privado de la mínima oportunidad de poder practicar la virtud. Veríais, oyentes, que él no aguardaba, sino que corría a su encuentro. ¿Por qué, si no, dirigir frecuentemente los ojos al cielo? ¿Por qué elevar al cielo sus manos suplicantes? ¿Por qué mover asiduamente los labios en voz baja? ¿Por qué golpearse el pecho a menudo, a no ser certísimo significado de un corazón que habla con Dios, con la Virgen y con los santos? El mismo que pedía perdón de sus culpas, imploraba la divina misericordia, daba gracias por los beneficios recibidos y suspiraba por llegar a la meta celeste de la felicidad, que ahora se acercaba corriendo hacia él. Pues cree que ciertamente se renueva la vida en la muerte, quien vive de tal manera que piensa que para vivir bien hay que morir cada día a sí mismo. Pide que le traigan el divino Viático del Cuerpo de Cristo para la vida futura, con el cual poder llegar más robusta y más seguramente que Elías llegara en otros tiempos al monte Horeb después de comer el pan cocido en las cenizas, al supremo vértice del Olimpo, que constituía el último objetivo para colmar sus deseos. Y lo mismo que un atleta, para luchar más fuerte con los enemigos que se ponen en el camino, después de renunciar a todas las cosas que con permiso de los Superiores usaba para sus necesidades ordinarias, quiso ser ungido con el aceite la sagrada unción. Y después rogó que le obtuvieran la bendición del Pontífice. ¿Qué más? Para atestiguar que su fe estaba bien compuesta, procuró renovarla al modo del triunfador que llega a la patria celestial, y como no podía ir por su propio pie, por medio de un sacerdote en el augustísimo templo Vaticano ante los primeros príncipes y senadores de la república cristiana. ¿Qué para terminar? Transmitió con un testamento religioso la herencia cierta y perenne a sus hijos, tanto a los presentes como a los ausentes, las virtudes que poseía, y no las riquezas y el dinero que había dejado.
¿Quién podrá contener sus lágrimas, viendo a un hombre dignísimo de la inmortalidad luchar entre conflictos extremos con la muerte? Sin embargo éste se duerme de tal manera suavemente como entre besos del Señor, como nuevo Moisés, que debamos alegrarnos más por su suerte que dolernos por la nuestra. Llevaba en la boca en todo momento, y dirigía su corazón al dulcísimo y venerando nombre de JESÚS, de modo que su alma, no pudiera abandonar la prisión del cuerpo con un nombre más suave. De este modo las muertes famosas no son sólo gloriosas, sino también felices. Muere una vez pero para vivir siempre, y siendo el rostro imagen del alma, el cuerpo indica haber sido el domicilio de una mente feliz; y aunque yace en tierra, se convierte en descanso, decoro y ornamento de la Orden, sin embargo afligida y miserable. ¡Tan grande suele ser el honor de la virtud, que puede traer premio y dignidad también en las áridas cenizas!
¡Oh, buen Dios, ese mismo día, y los días que siguieron, sin parar, hacia esa morada, en la cual concluyó la representación de vida tan gloriosa, cuánto fue el concurso de gentes de todas clases, que no creían haberlo admirado lo suficiente de vivo nunca, y volvían de nuevo de muerto a ofrecerle un obsequio piadoso! ¿Qué alabanzas? ¿Qué encomios? ¿Cuánta opinión de santidad? ¿Cuánta fama de nombre creciente? El índice de una muerte ilustre atribuye al sepulcro mucho de la alabanza y el encomio de la vida anterior.
Se habrían de decir más cosas, oyentes, pero es mejor omitir muchas cuya fama vuela de boca en boca, y que igualmente quedarán en la memoria de la posteridad como un teatro animado. ¡Ojalá pudiera encontrarse un discurso digno de tanta virtud! ¡Ojalá hubiera alguna oratoria adecuada a la magnitud de la alabanza! Así no desesperaríamos de poder alabar la memoria de un hombre tan grande por su dignidad. Aunque recomendaríamos bastante más laudablemente su memoria inmortal si nos esforzamos virilmente con sumo esfuerzo en imitar y expresar en nosotros mismos con sumo esfuerzo como hijos no degenerados todas las cosas que admiramos como dignas de alabanza en tan óptimo padre. Y que pongamos y fijemos todas nuestras preocupaciones y pensamientos en aquello, en que él ya precedió y a que nos llama a sus seguidores para mejor premio de la virtud. He dicho.
Notas
- ↑ Biblioteca Escolapia de San Pantaleo, B1-22. Camilo SCASSELLATTI, Florum Fasciculus sive variae orationes. Roma, 1667. Pág. 151-187.